EL PAíS › LA CRISIS EN LA SEGURIDAD

Estado, violencia y derechos humanos

 Por José Pablo Feinmann

En resumen: lo que todos están pidiendo es que el Estado argentino reprima. Asombrosa petición, ya que el Estado argentino siempre reprimió. Asombrosa petición, ya que el Estado moderno se crea para reprimir, para dominar (administrar) el “estado de naturaleza”, la “guerra de todos contra todos” y establecer un organismo en el que se delegue la destructividad esencial que se agita en la esencia del hombre (ese “lobo del hombre”). No necesito decir que quien teorizó este hecho (proponiendo al Estado como entidad controladora del “estado de naturaleza” de los hombres: la violencia destructiva) fue Thomas Hobbes, a quien, sin embargo, y muy deliberadamente, voy a acudir en este trabajo para que entregue a la sociedad argentina actual algunas sugerencias elementales de civilidad, de racionalidad. Adelantando algo las cosas: no voy a recurrir a Kafka ni a Gandhi ni a Camus para refutar a los desbocados de hoy, sino a Thomas Hobbes, el fundador del Estado moderno burgués. Claro, Hobbes no era fascista.
Un dislate de Borges: En La Nación del 4 de abril último, Jorge Fernández Díaz (quien, para no ocultar nada, es uno de mis más queridos y ya viejos amigos) publicó un texto importante que elige como arranque una aparente “reflexión” de Jorge Luis Borges. Lejos de las honduras del “Poema conjetural” (es imprescindible señalar hasta qué punto el Borges escritor llegaba más hondo que el Borges “político”), el Borges opinante cuyos dislates se tornaron palabra santa a partir de 1975, cuando –según un impecable análisis que David Viñas publicó en La Opinión pocos meses antes del golpe– al “Viejo Perón” lo reemplaza el “Viejo Borges” como sabio de la aldea. Esta glorificación siguió y hasta se acentuó con el afonsinismo y decir “Como dijo Borges” pasó a ser sinónimo de “verdad”), lejos, pues, decía, de las honduras del “Poema conjetural”, Borges gustaba resumir el entero drama de la Argentina en el error de una elección literaria. En lugar de haber hecho del Facundo sarmientino nuestro libro egregio y fundacional, optamos por el Martín Fierro, ese poema sobre un cuchillero de 1870 que se alza contra las autoridades. Son tantos los errores que hay en esta “interpretación” que apenas voy a detenerme en algunos. El Facundo es de 1845 y está escrito para derrocar la dictadura de Rosas. Relata las peripecias de la vida de Juan Facundo Quiroga, personaje que fascinaba a Sarmiento, como otros también pertenecientes a la “barbarie” y sobre los cuales escribió: el fraile Aldao, Angel Vicente Peñaloza. Bien, ¿de dónde sacó Borges que la Argentina eligió a Martín Fierro como libro fundacional? ¿De dónde sacó que Martín Fierro es la apología del “gaucho malo”, desobediente de la ley? ¿Nunca leyó la “Vuelta”? El poema hernandiano tiene dos partes: la “Ida” y la “Vuelta” de Martín Fierro. La segunda parte, de 1878, está al servicio del país de Roca y es un manual de consejos de mansedumbre. “Obedezca el que obedece y será bueno el que manda.” (He tratado esto en otros lugares. Por primera vez, y siguiendo algunas páginas de Milcíades Peña, en Envido y ¡en 1970! Luego en Filosofía y Nación.) La oligarquía argentina mitifica al gaucho para enfrentar a la “chusma ultramarina”. El muy pero muy represor Estado argentino se consolidó en el ’80 luego de la derrota y aniquilación del gauchaje y de la masacre indígena. Ahí, su problema fue “poblar” un país cuya población había exterminado. Para hacerlo lanza la política inmigratoria. Lo que viene no les gusta a los dueños de la tierra. Vienen tanos, judíos, polacos. Ni alemanes, ni franceses, ni ingleses. Y vienen, para colmo, los anarcosindicalistas, los ácratas libertarios. Duro con ellos, mano dura o nos robarán el país. Ley de Residencia, la policía brutal del coronel Falcón, represión de las huelgas en lo de Vasena y en la Patagonia. Gringo que se queja, al asador. ¿Qué requiere este Estado implacable para domesticar a la chusma ultramarina? Una “identidad nacional”. Aquí, la oligarquía “inventa” al gaucho. Lugones, en 1916, en las conferencias que da sobre el Martín Fierro en el Teatro Odeón, sacraliza al gaucho para demonizar al inmigrante. Titulará su libro El Payador: Luego, en Don Segundo Sombra, Güiraldes crea al gaucho tropero: trabajador pero libre. (Es 1926 y Roberto Arlt da “otra” imagen del país en El juguete rabioso.) ¿Qué leyó Borges, qué entendió? Facundo es –contradictoriamente– el poema del gaucho combativo, del gaucho de las montoneras federales que peleaba contra el orden de Buenos Aires. Luego de Pavón, Mitre y Sarmiento arrasan las provincias en una campaña punitiva, exterminadora a la que llaman “guerra de policía”. De esta derrota sale el Martín Fierro: el gaucho se queja porque lo tratan mal, se “disgracia” y se va a “excluir” en la barbarie pampa. (Aquí sí: “este” Martín Fierro semeja al marginado de hoy, al delincuente, al excluido, al que se va “con los pampas”, símil de lo que hoy es la “delincuencia”, esta nueva “barbarie” que enfrentan los civilizados y contra la que piden lo de siempre: violencia, muerte. En el siglo XIX los exterminadores se llamaron Ambrosio Sandes, Wenceslao Paunero. “Si Sandes mata gente déjenlo. Es un mal necesario”, se confesaban nuestros próceres en sus cartas. Lean la Historia Argentina de José Luis Busaniche. No era un revisionista, era un liberal. Y honesto.) Pero el “excluido” de 1872 regresa en 1878: quiere trabajar, quiere derechos, casa, familia, educación. Borges, en suma, que no fue en toda su vida más que un simple “unitario”, entendió escasamente esto, o no podía entenderlo. El “poema épico” de la montonera (y esto lo dijo Ricardo Rojas) es el Facundo. El texto hernandiano, por el contrario, es un texto de la derrota, quejoso, mendicante. No bien le dan amparo y trabajo, Martín Fierro se vuelve un gaucho obediente que da sanísimos consejos (contrarios a los del sucio y malvado Vizcacha) a sus hijos.
¿Por qué fueron así las cosas? Porque el Estado nacional (que se consolida en el ‘80 con la derrota del federalismo y la aniquilación de los indios) ha sido tan represivo y antidemocrático que se ha quedado sin gente para el trabajo. Trae a los inmigrantes. Y para imponerles una “identidad nacional” resucita al gaucho en tanto cantor, peón obediente. ¡Al gaucho del Martín Fierro, no al del Facundo! Del Facundo toma la ideología liberal, del Martín Fierro la figura del gaucho derrotado y obediente; no del gaucho matrero, sino el gaucho del consejo. En suma, el gaucho que se canoniza no es, como pretende Borges, el desertor criminal que se levanta contra las autoridades, sino el “payador” manso, trabajador y consejero que se utiliza para marcarles a los “nuevos” enemigos, a la nueva peste, a la “chusma ultramarina”, cuál es nuestra generosa estirpe. El gaucho, en suma, es la figura pura, laboriosa y obediente desde la que el Estado represivo castigará a los nuevos díscolos. A los nuevos bárbaros. Al eterno Otro demonizado que la Argentina aprendió a dominar con la violencia, con la muerte.
La novela policial argentina: Fernández Díaz –al seguir el esquema de Borges– dice que “por eso mismo” (por desconfiar del Estado y aplaudir a quien se rebela contra él) la novela policial argentina “nunca logró imponer a un héroe uniformado como es tradición en otros países del mundo”. No es así. Hasta cierto momento la policía fue buena en este país. El “vigilante de la esquina” era una figura entrañable, parte del paisaje del barrio. El cómico Tomás Simari lo encarnó en los cincuenta y siempre, ufano, terminaba diciéndole al superior que “en esta esquina nunca ha pasado nada”. Pérez Zelaschi tiene policías positivos en sus novelas. Y Rodolfo Walsh, en Variaciones en rojo, no abomina de la institución. La “novela policial” que reniega del uniformado es posterior y el motivo (y mi amigo Jorge sabe muy bien que yo puedo hablar de este tema) no es por “aplaudir a quien se rebela contra el Estado”, sino por haber padecido el terror de ese Estado, el terror de su policía cruel y envilecida, lapolicía de Ramón Camps. Pero hasta esto ya cambió. Hace años que en la tele se dio Poliladron, que dos canas fueron héroes en Comodines y en muchas tiras más, crecientemente. Claro, los que sabemos que la “sombra terrible” de Camps sigue oscureciendo a la Bonaerense y que Camps, hoy, tiene entusiastas reemplazantes a la espera (Patti, Rico y Ruckauf, el creador del concepto “meter bala” que sintetiza el deseo y la exigencia de los que piden “mano dura”) no vemos la sencilla salida de esta tragedia en llenar el territorio de killers enfurecidos, que no preguntan antes y tiran después sencillamente porque no saben preguntar, les parece inútil, perder el tiempo.
Izquierda y derecha de la inseguridad: ¿Hay una postura de izquierda y otra de derecha frente al problema de la seguridad? Meter aquí las categorías de “izquierda” y “derecha” es delicado. Hay –enfrentada a la postura que pide más penas y más violencia y hasta pena de muerte– otra que calificaría como humanista, integracionista, enemiga de la pena capital y defensora de los derechos humanos de todos: de los delincuentes y de las víctimas de los delincuentes. Sin embargo, late en la superficie de este problema, visible y hasta obscenamente visible, una actitud de respuesta al delito basada en la violencia y en la exclusión definitiva del delincuente. También (digámoslo ya) muchos buscan el retorno de quienes deberán protagonizar estas respuestas. El Ejército actuando como fuerza de seguridad interior. Y una superpolicía omnipresente funcional al control autoritario de la sociedad. Este proyecto busca –con el pretexto de la “seguridad”– instaurar una sociedad autoritaria, militarizada. La vieja y recurrente sociedad que los argentinos conocemos. De aquí que la campaña por la seguridad (hegemonizada por medios de difusión identificados con el fascismo, el menemismo financiero o esa antigua oligarquía que ve “rojos” por todas partes y clama de inmediato por el “orden”) haya estallado a la semana del acto en la ESMA. Esa “apoteosis del zurdaje” se reemplazó de inmediato por los honestos ciudadanos que pedían por la vida de sus hijos. Tomaron la iniciativa. Ganaron esa pulseada. Encontraron a un inesperado héroe solitario, el padre del joven asesinado (que se instaló con fervor en ese lugar de Mesías) y clamaron por los “muertos inocentes”, no por los “muertos culpables y subversivos” de la ESMA.
Si la derecha de este país dejara de estar en manos de Radio Diez, los taxistas (de los que la escuchan), Gente o Ambito Financiero y fuera asumida, responsablemente asumida, lejos de todo partidismo, por personas como mi amigo Fernández Díaz y por muchos de los que integran el diario La Nación (pienso, ya mismo, en alguien tan honesto y pluralista como Hugo Becaccece) y no quieren que una policía criminal y corrupta sea arrojada sobre el país, junto, además, con el Ejército, para normalizarlo bajo la hegemonía de la violencia, todo sería más fácil. Creo que muchos colaborarían (podrían, sin duda, colaborar) con un planteo que hay que hacerle “ya” a la derecha ideológica y económica. El planteo es el siguiente: “Señores, la violencia policial o la pena de muerte no eliminan la delincuencia. ¿No están hartos de vivir tras las rejas, en ámbitos privados que protegen custodios armados hasta los dientes, con perros, alarmas, radares, Itakas de ‘uso personal’? Señores, es muy fácil: democraticen la riqueza. Porque la delincuencia tiene exactamente que ver con eso. Con que ustedes se han quedado con todo y el resto tiene cada vez menos, y menos y menos y al fin no tiene nada y sale a robar y a matar. Hay una relación de hierro entre exclusión social y aumento de la delincuencia. No la hay, por el contrario, entre aumento de la represión y caída del delito. ¿No quieren vivir más tranquilos? No pidan violencia, ofrezcan colaboración. Ganaron inmensas fortuna en esa década del noventa que fue de ustedes del principio al fin y escupió a la marginalidad a millones de personas. Bien, la situación es esta: ustedes no pueden vivirtranquilos ni disfrutar de los dineros que supieron (¡y cómo supieron!) conseguir. Devuelvan algo a la sociedad para que ésta pueda integrar a los marginales y ustedes empiecen a quitar algunas rejas de sus casas y darles asueto a sus custodios”. No obstante, es tal la ceguera y el insalvable egoísmo de estos sectores (pese a algunos con los que es posible dialogar) que dirán que aceptarían hacer eso pero si ellos fueran gobierno, y no para facilitarles las cosas a “otro” gobierno. Y menos a esta resaca setentista que hoy gobierna.
Hobbes contra los noventa: Si Hobbes viera esta Argentina diría que estamos en pleno “estado de naturaleza”. En plena “guerra de todos contra todos”. Incluidos contra excluidos. Gente “honesta” contra “delincuentes”. La herramienta que posibilitaba salir del “estado de naturaleza” era, en Hobbes, el renunciamiento: todos entregaban algo de sí para que el “contrato” –base de una sociedad posible– se tornara efectivo. Pero entre los delitos centrales que obliteraban el “contrato”, Hobbes señalaba muchos que pertenecen a las clases propietarias. La “actualidad” de estos textos estremece y explica por qué, en este país, hoy andan tantos pidiendo balas y botas. Hobbes (el ideólogo del Estado capitalista burgués, no Marx) señalaba delitos que se cometían “como resultado del odio, de la lujuria, de la ambición y de la codicia” (Leviatán, Alianza, p. 256). Observen, ahora, este espectáculo: Hobbes describiendo al empresario menemista de los noventa. Escribe: “La ambición y la codicia son pasiones que también se posesionan de un individuo (...). Y, como consecuencia, en cuanto hay la menor esperanza de impunidad, sus efectos afloran” (p. 256). Luego condena al Soberano que alienta en un súbdito (de su amistad, desde luego) la esperanza de la impunidad: “Quien proporciona a un hombre una esperanza así, y la suposición de que será perdonado, al estar animándolo a que incurra en ofensa, tendrá parte de responsabilidad en el delito” (p. 261). Y, por último, no se pierdan esto, es el pensamiento de un humanista, de un tipo que es un filósofo y no un fascista que pide balas y muertos: “Cuando un hombre es privado del alimento o de otra cosa que le es necesaria para vivir, y no puede procurar su propia conservación como no sea cometiendo un acto que va contra la ley, como cuando, en épocas de gran penuria, toma comida por la fuerza, o roba lo que no puede obtener por dinero o por caridad, en defensa de su vida, está excusado totalmente” (p. 259). El Leviatán es de 1651, el Manifiesto comunista de 1848. Doscientos años antes de Marx, Hobbes ya militaba en el zurdaje que tanto repugna a los buenos argentinos. No, Hobbes no era zurdo. Quería, sencillamente, una sociedad que alimentara a todos sus miembros, que no los estragara por el hambre, que no los lanzara a la desesperación y al delito para luego, sencillamente, proponer matarlos. ¿Quién es el delincuente originario, fundamental de una sociedad? ¿El que, dominado por la ambición y protegido por la impunidad, la despoja y arroja a millones en manos del hambre y el desempleo o el delincuente que roba y que mata como resultado de esa situación?
Verlo es muy simple y si alguien no lo puede ver acaso sea porque no quiere o no le conviene. Primero: a partir de 1975 se instala el Estado (neo)liberal, corrupto y mafioso. Esto se intensifica fuertemente en los noventa. Segundo: este Estado crea desempleo, marginalidad, exclusión, hambrientos. Tercero: esto crea delincuencia. Cuarto: el Estado (neo)liberal arma una policía poderosa. (La policía crece, en un país, en relación directa al crecimiento de la pobreza.) Quinto: esa policía se sustantiva. Se corporativiza. Se vuelve un ejército mafioso, temible e ingobernable. Sexto: se llega, por fin, a una sociedad en la que sólo hay ricos, policías y delincuentes. Los ricos les pagan a los policías para que maten a los delincuentes. Los policías, luego de hacerlo, quieren más y empiezan a secuestrar y matar a los ricos. Los ricos le piden protecciónal Estado. Pero el Estado es débil porque fue reducido para no entorpecer el mercado, que debe ser “libre”. Nada puede hacer contra una policía que los ricos tornaron poderosa para protegerse de los pobres. Una perfecta catástrofe.
En resumen: para un hombre de izquierda (para un humanista que está contra la tortura, el gatillo fácil, la pena de muerte y la militarización de la sociedad, con la inmediata pérdida de las garantías y libertades individuales bajo la excusa de la “seguridad” y la “tolerancia cero”) la delincuencia –¡sí, caramba!– se combate con el poder represivo-legal del Estado (de un Estado que debe ser “reconstruido” ya que fue des-hecho por quienes querían, achicándolo, agrandar la “nación”, es decir, sus buenos negocios), pero sin ignorar un instante que ese poder represivo no es el remedio verdadero. Que el remedio verdadero radica en atacar la verdadera enfermedad: la injusta distribución de la riqueza, la desocupación, la marginalidad, la exclusión social. El Estado nacional va a reprimir la delincuencia con todo rigor. No queremos más chicos muertos y –sobre todo– no queremos delincuentes. No nos fascinan ni enamoran los delincuentes. No vemos en ellos a Robin Hood ni a Dick Turpin ni a Bairoletto ni a Isidro Velázquez. No son prerrevolucionarios ni revolucionarios. Son el producto de una sociedad pavorosamente injusta, delincuencial. ¿Cómo habríamos de quererlos sin querer a la vez a esa sociedad que los produce? Pero la represión deberá acompañarse con un control del aparato represivo. Y la lucha por la seguridad no deberá desplazarse hacia un control de la ciudadanía, hacia una pérdida de nuestra libertad y un avance (político y social) de los “cruzados”. Porque es así: cuando los héroes del gatillo fácil hayan matado a todos los delincuentes se habrán hecho dueños –una vez más, ellos y sus socios civiles– de la democracia. Y esto sí, esto es de derecha, es antidemocrático y fascista. Es lo que quieren todos los que utilizan el tema de la inseguridad para instaurar otra vez el autoritarismo.

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