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La historia está para aprender
Por Osvaldo Bayer
Aquello tan repetido de que hay que aprender de la historia. O lo que está en boga últimamente: la capacidad de supervivir del peronismo. Cuando tal vez la pregunta principal sería preguntarse: el menemismo, ¿fue peronismo? O, ¿es peronismo el kirchnerismo? ¿O es todo una argentinada? Donde cada vez tiene más valor aquella definición sorianesca: “Yo no creo en política, soy peronista”, o más todavía la miguelesca de “el peronismo es almorzar ravioles con la vieja los domingos”. Sí, tal vez el menemismo es el que más se aproxima a aquel peronismo de Jorge Antonio, de Juancito y de los contratos petroleros. Y si no cómo fue posible que fuera el candidato menemista quien sacara más votos en la última encrucijada del peronismo clientelista, y lo siguiera el peronismo de laboratorio kirchnerista, que sin proponérselo está en la vereda de enfrente del clientelismo de barrio, ese peronismo que está bien agarrado a la mesa y sigue dispuesto a comer los ravioles con la vieja.
Lo que sí da tristeza es que algunos notables del peronismo de Perón siguen aferrados a cierto lenguaje partidario de los años cuarenta y mitad de los cincuenta cuando a la historia se le podía dar una blanqueada del color propio. Por ejemplo, salir ahora a la palestra el primero de mayo reproduciendo el discurso de Eva Perón del 1º de mayo de 1949, donde hace uso de la tercera posición peronista y borra la tradición de lucha obrera. Toma palabras de la ultrarreacción de derecha, aquella de la Liga Patriótica Argentina, que salía del barrio norte a matar obreros en la Semana Trágica. Además, para ella, el 1º de mayo está para rendirles tributo no a los mártires de Chicago –a los que Evita no nombra en ningún momento– sino al general Perón. Dijo Evita: “Es con inmensa alegría que vemos a esta muchedumbre apretujada, no con las manos crispadas ni con gesto de rebelión, sino de alegría y batiendo palmas para aclamar a Juan Domingo Perón, el líder de los trabajadores, que fue el hombre capaz de reivindicar la justicia social por tanto tiempo reclamada por los trabajadores de la patria”. No habla de la internacionalidad del Día de los Trabajadores, sino de los “trabajadores de la patria”. No hay ninguna referencia, absolutamente ninguna, a los trabajadores latinoamericanos que padecen en el trabajo de las minas o en el de los interminables campos. “Sabemos –dice Evita en ese discurso– que estamos ante un hombre excepcional, sabemos que estamos ante el líder de los trabajadores, ante el líder de la patria misma, porque Perón es la patria y quien no esté con la patria es un traidor.” Los obreros, en sus clásicos primeros de Mayo, jamás habían hablado de patria, sino del internacionalismo proletario. Ese día unía a “todos los pueblos del mundo”, como decía la canción proletaria.
No hay ninguna palabra en ese discurso de Evita por las luchas proletarias ni por sus mártires –hombres y mujeres– muertos en luchas desiguales. No. Evita dice: “Hoy viene la masa trabajadora argentina a rendir homenaje al general Perón”. Y desprecia los signos que esa masa obrera había llevado a cabo en una lucha de siglos. Dice Evita contra las banderas proletarias: “En nuestra patria ya no se entonan himnos extranjeros, sino que se canta el nuestro y no se enarbolan trapos foráneos sino que se lleva la inmaculada bandera azul y blanca”. La misma bandera que había enarbolada el Ejército en las grandes masacres obreras de la Patagonia rebelde, la Forestal y la Semana Trágica. La ultraderecha hablaba del “trapo rojo” y el coronel Falcón, jefe de la policía, había masacrado a los obreros de Plaza Lorea el 1º de mayo de 1909, por llevar el “trapo rojo” en vez de la bandera argentina. Y repetirá Evita: “Este es un 1º de Mayo en el que los obreros han desterrado toda bandera foránea para enarbolar la azul y blanca, la más hermosa de las banderas, la nuestra, de la patria”.
Las mismas palabras, los mismos símbolos que la ultrarreaccionaria Liga Patriótica usó para asesinar las manifestaciones obreras de principios de siglo que luchaban por las ocho horas de trabajo.
No sé lo que buscan los peronistas actuales de la Nacypop con reivindicar este discurso cuasifalangista de Eva Perón. Podrían hacer centro de su propaganda la obra social que realizó esta mujer. Pero no querer tomar como palabra sagrada todo un idioma que buscó terminar con un léxico de siglos que habían aprendido los obreros en sus desiguales luchas históricas en pos de la dignidad humana. Porque sino, van a terminar elogiando el discurso de Evita en España, en favor de Franco, un fascista de lo peor, fusilador de poetas. O elogiaran el capítulo de La Razón de mi vida donde tanto Perón como su mujer difaman y se burlan de la acción progresista de las mujeres feministas.
Sé que algunos peronistas me llamarán gorila. Están equivocados. Gorilas son los que aplaudieron la bestial Operación Masacre de Aramburu o el cobarde bombardeo de la Plaza de Mayo que hicieron los aviones de la marina.
La falta de autocrítica histórica nos ha llevado a los argentinos a este país de hoy, con políticos mafiosos, funcionarios ladrones y clientelas que dan un mentís a la verdadera democracia. Por eso, para mantener los privilegios de logias y patotas no se toca a la historia. O se hace la demagogia de los herederos de fortunas mal avenidas.
Como en el caso de Roca. El monumento más grande de la ciudad de Buenos Aires en el lugar más importante de la ciudad –desde donde el genocida mira virilmente a la Casa de Gobierno en la Plaza de Mayo– no está dedicada a San Martín, sino a Roca. El genocida de los pueblos originales, fusilador, político llegado a la presidencia sin democracia, y, como si fuera poco, fue el que hizo funcionar la ley más cobarde e inhumana de la “República”: la Ley de Residencia, contra los obreros. Una de las máximas vergüenzas argentinas: la de separar a familias acusando a los padres de “anarquistas disociadores”, una ley de cretinos y señores bien, dueños de la tierra y las instituciones, racistas de la peor especie. Y los argentinos aceptan a ese señor en el bronce y en la altura: la estatua más alta de todas.
Basta –para definir a Roca– una crónica del diario El Nacional de Buenos Aires, al término del genocidio: “Llegan los indios prisioneros con sus familias: la desesperación, el llanto no cesa. Se les quita a las madres indias sus hijos para en su presencia regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En aquel marco humano unos se tapan la cara, otros miran resignadamente al suelo, la madre aprieta contra el seno al hijo de sus entrañas, el padre se cruza por delante para defender a su familia de los avances de la civilización”.
Cuando yo paso por el monumento a Roca oigo el llanto desesperado de las mujeres indias. Nuestros funcionarios no oyen nada.
Al mismo tiempo, Roca escribe: “La ola de bárbaros que ha inundado por espacio de siglos las fértiles llanuras ha sido por fin destruida”. Como se ve, un lenguaje de dictador, deshumanizado. Y luego informará al Congreso: “El éxito más brillante acaba de coronar esta expedición dejando así libres para siempre del dominio del indio esos vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de deslumbradoras promesas al inmigrante y al capital extranjero”. Money, money, señor general. Y no dice que él recibirá una increíble donación de hectáreas de tierra por los servicios prestados. Un general argentino inmoral. No iba a ser el último.
Pero el próximo jueves 20, a las 17.30, un grupo de argentinos se reunirá frente a la estatua del genocida para dar al público las pruebas históricas de los crímenes de Roca. Están todos invitados. La HISTORIA debe servir para crear una nación limpia.