EL PAíS
“Acciones de combate” y “acciones judías”
Por Sergio Kiernan
Las “acciones de combate” descriptas por el teniente coronel Bruno Laborda en su queja por no ser ascendido recuerdan en sus detalles a otra masacre más vasta: la limpieza étnica de la Polonia ocupada por los nazis. Los detalles de las ejecuciones contadas por el quejoso militar argentino y publicadas este miércoles por Página/12 parecen tomados de los relatos –también quejosos– de alemanes de uniforme en 1942. Un toque común es, por ejemplo, el “problema” de las salpicaduras de sangre en los uniformes.
Para 1942, Polonia llevaba tres años ocupada y había sido efectivamente dividida en dos partes. Una había sido incorporada al Reich y su población estaba siendo transplantada: se expulsaba a polacos y judíos, se los reemplazaba por Volkdeutschen, europeos orientales de ascendencia alemana, y por inmigrantes venidos del oeste en busca de tierra gratuita. El resto del país estaba siendo tratado como una colonia africana, explotado sin piedad, y miles de “policías del orden” y SS se ocupaban de una prioridad directamente marcada por Hitler, “limpiar” el territorio de judíos.
Los detalles son conocidos gracias a interrogatorios de cientos de estos policías que, como Laborda, contaron la “técnica” de la masacre. La tarea de la ordnungpolizei era doble. Por un lado, arrear miles de judíos a los campos de exterminio, matando a balazos a los que no podían caminar, con la orden de no usar pistolas sino “carabinas y fusiles”, que se desgastaban menos y eran de munición más barata. Por otro lado, la eliminación a balazos de aldeas enteras, porque estaban alejadas de los trenes que iban a los campos o porque la maquinaria de la muerte se trababa y no se podía deportar más víctimas por alguna temporada.
El argentino Laborda cuenta en su escrito tres asesinatos, con elementos constantes, casi rituales. Las “acciones de combate” siempre se realizaban “con la presencia del jefe de Batallón”, la víctima siempre estaba maniatada y quebrada, siempre se lo acribillaba. El primer relato dice que “más de treinta balazos de FAL sirvieron para destrozar el cuerpo de un hombre que, arrodillado y con los ojos vendados, escuchó con resignación las últimas palabras de nuestro jefe, pidiéndole que encomendara su alma a Dios”. El cuerpo es tirado a un pozo, quemado y tapado de modo que no parezca una tumba, tareas realizadas por los oficiales más jóvenes.
El segundo caso es el de una mujer que acababa de parir en cautiverio, cuyo hijo ya había sido apropiado y que Laborda trasladó en camión del hospital militar cordobés al campo de la guarnición. Condenada a muerte, la mujer desesperada rogaba por su vida, pero acaba exactamente igual: la “terrorista” es acribillada de rodillas y vendada, su cadáver quemado y la tumba “disimulada como la de un animal infectado”. Laborda aporta el detalle de que “su sangre, a pesar de la distancia, nos salpicó a todos”.
El último asesinato es el de “cuatro condenados subversivos”. Nuevamente está la plana mayor presente, las víctimas de rodillas y vendadas, la exageración de balazos. El detalle esta vez es que uno de los fusilados queda herido y gritando desesperado de dolor hasta que Laborda y un oficial más antiguo lo rematan.
Lo que los oficiales argentinos llamaban “acciones de combate” los nazis lo llamaban judenaktion, “acciones judías”. En julio de 1942, por ejemplo, el batallón 101 de policía –unidad de retaguardia con reclutas demasiado mayores para ser enviados al frente de combate y encuadrada en las SS– recibe la orden de liquidar a los 1800 judíos del perdido pueblo de Józefów. En una mezcla de zona liberada y ejecución cordobesa a gran escala, los policías del 101 acordonan el pueblo y reúnen a sus víctimas en la plaza, con extraordinario cuidado de no afectar “a la población civil sino sólo a los judíos”. Así como los fusilados de Laborda no son personas sino “subversivos” o “terroristas” desprovistos de todo derecho, los del 101 no son niños, mujeres y hombres sino “judíos”, igualmente deshumanizados.
En su libro Aquellos hombres grises, que cuenta la historia de este batallón nazi, Chistopher Browning explica que los policías llevaron suspresas a un bosque cercano en pequeños grupos y, también en presencia de sus oficiales superiores, comenzaron a fusilarlos. Laborda entendería las quejas de los policías por las manchas en los uniformes, ya que tenían orden de hacer acostarse a sus víctimas, apoyarles la bayoneta en la nuca y disparar. “Si uno apuntaba demasiado alto, explotaba todo el cráneo. Como consecuencia, salían sesos y huesos disparados por todas partes, y ensuciaban a los tiradores”, recordó bajo interrogatorio el sargento Hergert. Que luego explicó que apuntando bajo también se salpicaban, sólo que más de sangre que de sesos.
Los policías del 101 fueron aprendiendo su trabajo a destajo y, donde al principio dejaron el bosque sembrado de cadáveres, en subsecuentes “acciones de combate” aprendieron a formar grupos de “judíos de trabajo” que cavaran fosas comunes, a fusilar a más distancia con la víctima parada en el borde de su tumba para no mancharse, y a tapar las fosas para que desaparezcan.
Laborda relata que el comandante de su batallón discurseaba antes de cada fusilamiento y hasta les recomendaba rezar a sus fusilados antes de acribillarlos. El 101 de la ordnungpolizei también tenía un oficial así. Se llamaba Gnade, era teniente, les bramaba a “sus judíos” y le gustaba meterse en la fosa, con la sangre hasta las botas, a rematar a sus víctimas con una ametralladora.
Y los nazis del 101 también saqueaban a sus víctimas y se apropiaban de todo lo que tenían. Pero no se quedaban con los bebés: los fusilaban junto a sus madres.