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Discutiendo con los halcones
Por José Pablo Feinmann
Difícil saber si es furia, intolerancia o simplemente pésimos modales de funcionarios que se arrogan el “destino manifiesto” de gobernar el mundo. Los halcones norteamericanos se ven escasamente pacientes. Se ven irritados ante una comprobación irrefutable: no son queridos. Han elaborado un esquema de la historia en el que creen y suponen todo el resto del planeta debe aceptar.
Sería, más o menos así: salvaron al mundo del totalitarismo nazifascista durante la Segunda Guerra mundial. Salvaron al mundo de la ola colectivista y masificadora soviética durante la Guerra Fría. Ahora, salvado el mundo, ellos lo gobiernan. ¿Por qué no habrían de gobernar un mundo al que han rescatado dos veces de las peores garras? Ahora, además, están obstinados en una nueva guerra hasta el fin contra la nueva encarnación del Otro demoníaco: el terrorismo del exótico (sobre todo para ellos, que apenas se conocen a sí mismos) Islam.
Los dos once de septiembre
Si tal vez pudieran sumar dos más dos o si en lugar de diseminarlo todo pudieran totalizar o, al menos, sintetizar un par o dos de hechos históricos, los halcones debieran ver que el “nine eleven” de ellos tiene honda relación con el 11 de septiembre que la CIA, Kissinger y el general Pinochet propinaron a Chile, al gobierno democrático de la Unidad Popular. Debieran, además, saber que ese golpe a la Unidad Popular se instaló en América del Sur como el “castigo ejemplar” que esperaba a todo régimen díscolo con los mandatos de Washington. A través de todo el año 1975 muchos, demasiados, en la Argentina tuvimos miedo a una posibilidad. Esa posibilidad tenía un nombre y su nombre era “pinochetazo”. Que aquí pasara lo mismo que en Chile, ésa era la amenaza. Lo que sabíamos de Chile era el más puro horror. El Estadio Nacional, las torturas, las desapariciones, los fusilamientos masivos. Todo, absolutamente todo, supervisado por especialistas de la CIA. Por defensores de Occidente. Por norteamericanos. Aprendimos a tenerles miedo. Si en nuestra infancia (por la magia irresistible de Hollywood) nos habituamos a ver los “americanos” como los salvadores del mundo, si los vimos en Iwo Jima, en Guadalcanal, si vimos a Audie Murphy (el soldado más condecorado de ese ejército de la libertad y la democracia) despacharse diez o veinte nazis en un ataque de furia por la muerte de un querido compañero cuya desdicha, en el cine de barrio, también nosotros habíamos padecido, si habíamos creído en todo eso, en el valor de los marines, en que eran “buenos chicos”, que mascaban chicle, que hacían bromas, se enamoraban y luchaban por la democracia y, además, siempre vencían, ahora les teníamos un miedo inexpresable. Se habían transformado en torturadores, entregaban la sabiduría del horror y la infinita vejación a soldados de Latinoamérica que codiciaban ese saber y se desvivían por aplicarlo en la modalidad del odio y la crueldad extremas. En suma, aprendimos a tenerles miedo. Cuando uno le tiene miedo a algo que antes (allá lejos, en la lejana infancia) lo había cobijado, pierde demasiadas cosas. Entre otras, la niñez.
Podría decirlo así: tenerles miedo a los norteamericanos, incluirlos en el bando de “los malos”, visualizarlos como guerreros del horror, de la tortura, del deshonor en la guerra fue una de nuestras maneras de dejar de ser niños. Para mí, al menos. Y para muchos de mi generación. Y también para los pibes de hoy. Ya averiguarán (no se los deseo pero no van a poder evitarlo: crecer es eso, descubrir la impureza radical de aquello que creíamos puro) que detrás del buenazo de Shrek, de los artilugios deslumbrantes de Harry Potter, de las hazañas aladas y aun de las dudas y atisbos esquizofrénicos del Hombre Araña están las maquinaciones de Bush y de Blair.
Toda pureza es utópica. Pero aquí hablamos del horror. Durante estos días el mundo bien pensante se conmueve ante la “humanización” de Hitler en un film protagonizado por un gran actor: Bruno Ganz. ¿Será casual esta “humanización”?
Hipótesis incómoda: ¿no habrán sugerido McNamara y Kissinger, por citar sólo a estos dos hoy célebres y libres criminales de guerra, que es hora de “humanizar” a Hitler para abrir el espacio de su propia humanización? ¿Quién habrá de humanizar a McNamara? A Kissinger. A Truman. A Lyndon Johnson. ¿Hasta cuándo se mantendrá la fábula de los buenos y los malos?
El 11 de septiembre de 1973 Chile fue arrasado por Pinochet y la CIA. Por Pinochet y Kissinger. Por Pinochet y Estados Unidos. A partir del 24 de marzo de 1976 la Argentina se desangró por medio de una acción terrorista de un Estado militar que contó con la bendición maléfica de Kissinger: “Maten a todos los que tengan que matar pero rápido”. Parece que añadió: “Antes de Navidad”. ¡Qué tierno el señor Kissinger! Quería una Navidad sin cadáveres. Sin muertos. Cuando ya se mató a todos cuantos eran necesarios matar se acabó la muerte. Llega la Navidad y podemos rezarle al niño dios con la conciencia en paz.
Se sabe: los vientos cosechan tempestades. Oriente, negado por el Occidente culto y colonizador, el Occidente del Progreso, de la Civilización, el Occidente de Sarmiento y (contradictoriamente) la burguesía alabada por Marx en el Manifiesto, y el Occidente de Hegel (que, en sus Lecciones sobre filosofía de la historia, condena a Oriente a descansar en la siesta de su “pereza oriental” y quedar, así, fuera de la historia de la humanidad) estalla en la escena histórica en la modalidad del Hollywoood del espectáculo explosivo. Ahora sí, ahora tenemos el “nine eleven”. Nadie “merece” semejante atrocidad. No sé si es necesario decir que aborrecemos del terrorismo. No sirve para nada. Sirvió para convalidar a Bush. Para permitirle la guerra de Irak.
Pero el “nine eleven” tiene una historia. Recoge un odio largamente trabajado. Expresa la irracionalidad de una irracionalidad indetenible, permanente. Jean Kirkpatrick se asombra (y se indigna) porque no los queremos. Porque el mundo no los quiere ni los entiende. Supone que si los entendiera los querría. Ignora que el mundo, por entenderlos y muy bien, ha aprendido a detestarlos. McNamara arrojó tantas bombas incendiarias sobre poblaciones civiles de Japón que se asombró cuando Truman tiró sus bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. ¿Para qué? Yo mataba cien mil civiles por operación aérea. La guerra ya estaba ganada. Patton quería seguir la guerra armando a los SS y con ellos invadir Rusia. Eisenhower levanta Alemania y su orgullo y sus empresas, a las que llena de nazis expertos para conducirlos. Hollywood hace una película en que se glorifica al general Rommell: ¡hubo, señores, un general nazi como la gente, heroico, genial, parecido a James Mason y con acento británico! (Entre tanto acabo de ver un documental llamado Argentina, santuario de nazis. Sí, llegaron montones de nazis. Pero más poder les dieron los aliados al incorporarlos a la guerra fría. Sería interesante que el bueno –porque no debe ser mala persona, sino un señor algo confundido– demostrara cuántos nazis puso Perón al frente de empresas poderosas o de los campos de concentración justicialistas. ¿No los hubo? ¿Recién a partir de 1976 hubo campos de concentración en este país? Entonces, no perdamos más el tiempo: así estuvo el nazismo, el santuario nazi fue la dictadura de Videla por liberal que se pretendiera y acaso por eso mismo.)
Más monstruos del imperio
Habrá que humanizar a McNamara. A Curtis Le May (que quería invadir Cuba durante Cochinos). A Vernon Walters. Y ahora a Bush. Y a Colin Powell. Y a Donald Rumsfeld. Se acabó la leyenda negra y maniquea del Eje del Mal Hitler-Stalin. El Mal se ha ramificado como la desgracia de este mundo. ¿Es tan encantador como parece Tony Blair? ¿Las torturas de Irak no injurian la tersura de sus trajes impecables? ¿Y la señora Kirkpatrick? ¿Por qué se enoja tanto? ¿Por qué se muestra dispuesta a perdonarnos? ¿De qué nos tiene que perdonar? ¿De no aceptar la tortura? ¿Las guerras preventivas? ¿Los escupitajos sobre toda posibilidad de organización inteligente de las naciones, ese camino insoslayable para la paz? Todo se cayó. Hay perros furiosos por todas partes. Un film humaniza a Hitler. No lo logrará. Tampoco lograrán humanizar a sus continuadores. Ni a Pinochet. Ni a Kissinger. Ni a Videla. Ni a McNamara. Ni a Bush, Powell y Rumsfeld. Ni a Putin. Nadie logrará humanizarlos porque la historia (la historia que ellos, triunfando, han logrado imponer) podrá ser muchas cosas, todo tipo de cosas menos eso que, antes, con calidez, con esperanzas, llamábamos “humano”.