EL PAíS › EL GOBIERNO, ENTRE EL CONFLICTO Y EL AUMENTO SALARIAL
Entre el torrente, el cauce y el dique
El Gobierno espera haber encauzado la conflictividad con el aumento de sueldos. Pero avizora que habrá nuevas huelgas. Cuáles son las más factibles. Un párrafo para los estatales. La CGT, su relación con la Rosada y con la nueva dirigencia gremial. Lo nuevo, lo viejo, sus tensiones. Unas líneas sobre lo que falta.
Por Mario Wainfeld
Opinion:
El aumento salarial para todos los trabajadores privados y algunos estatales, decretado al calor de dos paros de mucha repercusión, busca al mismo tiempo “premiar” al conflicto gremial y apaciguarlo. Un objetivo dialéctico, intrincado pero nada asombroso si de un gobierno peronista se trata. “Para esto vinimos acá”, se congratulan en el Ministerio de Trabajo, mientras corren de una oficina a otra en medio de una agitada paritaria. “La sociedad está viva”, describe, se complace, el mismísimo Presidente de cara a las huelgas más conspicuas. Pero esta satisfacción (y el designio de intervenir en la distribución del ingreso) viene apareada con el anhelo de mantener el timón de la situación.
Los empresarios –piensa el oficialismo– no terminan de ponerse las pilas, los sindicatos tienen fuerza muy desigual. Es valioso –según el ver oficial– que haya conflictos, pero “los muchachos” los escalan demasiado ligero y las conducciones no siempre terminan de representar a sus bases. Así las cosas, aunque el Gobierno siempre habla y actúa más en términos de medidas que de políticas, todo indica que la política de aumentos generales por decreto vino para quedarse, al menos por un tiempo, digamos durante 2005. Algo que, por lo demás, es un mínimo común denominador entre la Rosada y la CGT, liderada por un triunvirato en el que sorprende por su flamante moderación Hugo Moyano.
Aunque en la intimidad desliza alguna crítica a la radicalidad de la dirigencia de Foetra Buenos Aires, al oficialismo le calzó el conflicto telefónico. Una conducción rebelde a su federación, pero liderada por un peronista combativo, encastra dentro de lo estimado soportable. Máxime si esa conducción se basta para encuadrar a sus bases una vez propuesto un acuerdo con la patronal. Es que tanto Néstor Kirchner como Carlos Tomada interpretan que muchos empresarios “no entienden que las cosas cambiaron” y endilgan a la desidia patronal que los conflictos hayan trepado tanto. Kirchner se los hizo saber, teléfono rojo mediante, a los popes del clan Roggio. Tomada también los regañó, tal como había hecho con la plana mayor de las telefónicas, siguiendo la encomienda presidencial.
El conflicto aviva conciencias aletargadas o atemorizadas, pone sobre aviso a las patronales, induce a pensar que las cosas están mejor. Todas consecuencias virtuosas, vistas desde la Rosada. Pero está claro que mantener el control es una pulsión fuerte. Según los cálculos oficiales, el 80 por ciento de los 130 conflictos en danza versaba sobre 100 o 150 pesos de aumento, lo que lleva a suponer que se los ha desactivado. Sin embargo, aun las interpretaciones más optimistas aceptan que se perpetuarán las huelgas, sobre todo en sectores afines a los que ya pararon. Algunas prestadoras de servicios públicos harán punta, imaginan en Trabajo y la Rosada, incluidas varias ramas del transporte. Los ferroviarios que trabajan para Metrovías, es de libro, se preparan para seguir el camino indicado por sus compañeros del subte que dependen de la misma empresa. Aerolíneas Argentinas tiene una tradición reivindicativa que puede reavivar sus cenizas más pronto que tarde.
Los bancarios, un sector que tiene enfrente a un patrón muy desprestigiado ante la sociedad (algo que en el conflicto vale un plus, como se viene viendo), están en gateras.
Y, ay, los estatales, esa piedra en el zapato.
Estatal por cual
Los estatales nacionales en relación de dependencia, según datos del propio Gobierno, son 248.391. Si se los clasifica por ingresos mensuales, el 58 por ciento cobra 1250 pesos o menos, y por ende recibe el aumento de 100 pesos. Si el techo se hubiera ubicado en 1500 pesos, se hubieran beneficiado otros 32.387 empleados, que equivalen al 71 por ciento. O sea un 13 por ciento que, por pocos pesos, quedaron afuera.
El Gobierno decidió que la caja llegaba hasta ahí, arriesgando (acaso en exceso) malquistarse con empleados de medianos ingresos, incluidos unos cuantos profesionales que bien podrían considerarse parte de su potencial “base social”.
En cualquier caso, es patente que el aumento a estatales no vacuna contra futuros conflictos del sector. Aun los dirigentes de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) cuya cercanía al Gobierno genera urticaria entre varios de sus compañeros de la CTA han puesto el grito el cielo. Y la (¿ex?) menemista Unión de Personal Civil de la Nación (UPCN) tiene menos compromisos con el Gobierno y por ende más plafond para reclamar.
Pero además –esto se lo advirtió el titular de la CTA Víctor de Gennaro al ministro de Trabajo– los empleados municipales y provinciales, casi por reflejo, han de reaccionar en pos de una mejora que los parangone a los nacionales. Cuando el Estado nacional abre la billetera los gobernadores intuyen que las campanas doblan por ellos. En esos casos, es proverbial que surja la queja del bonaerense Felipe Solá, en parte porque es muy dado al debate público, en parte porque le toca pilotear la provincia más grande. Las provincias trinan porque la Nación los empuja a un conflicto que, aseguran, no tienen cómo bancar. La CTA le propuso a Tomada la formación de un fondo compensatorio, con recursos del tesoro nacional, que permita a los gobernadores afrontar aumentos en sus territorios. Algo similar a lo que hizo para el pago del incentivo docente. Kirchner y Roberto Lavagna tendrán que escuchar pedidos análogos en el decurso del año que ya se viene. En general, ese tipo de planteo no los fascina. Pinta que menos ha de fascinarles en un año electoral. Pero, a la hora de la hora, tendrán que contrapesar si no les conviene sacar algo de la alcancía para evitar que se propaguen conflictos sociales en las provincias justo antes de que hablen las urnas.
El núcleo de los conflictos por venir, según las profecías en despachos de postín, se centra entre estatales y prestadores de servicios esenciales. En el siglo XXI los conflictos no suelen dirimirse exclusivamente intramuros de la empresa. También se debaten en el ágora pública. La lucha se traslada a la calle, a los medios, e interpela a usuarios y ciudadanos en general. La asimetría de fuerzas, las nuevas tecnologías que suplen a la mano de obra imponen nuevas modalidades de movilización. En Trabajo se registra, entre sociológica y filosóficamente, esa tendencia. Lavagna comparte el punto pero lo complejiza, pues cree entrever alguna manito negra en tanta conflictividad entre –por usar su tipificación oral– “estatales y paraestatales”.
El choque entre el Consejo de la Magistratura y la Corte Suprema por los salarios de jueces y empleados judiciales tiene que ver con ese marco general, pero por su especificidad amerita un recuadro aparte (ver recuadro aparte).
El socio que mora en Azopardo
Siguiendo la máxima del Martín Fierro, que predica que “el fuego pa’ calentar debe ir siempre por abajo”, los conflictos de telefónicos y subtes crecieron desde la base, gestionados por una dirigencia nueva, aguerrida, ascendente, que hace un culto de diferenciarse de sus precursores. Nada de eso, y acaso menos que nada la renovación de los cuadros, ha de regocijar a la mayoría de los integrantes de la actual CGT. Pero, a la vez, la cúpula sindical se beneficia en el contexto de un nuevo clima que estimula la puja distributiva y el aumento de los sueldos. El tercer triunvirato, el que conduce la central obrera, se mueve con sorpresa dentro de ese escenario novedoso. En los hechos es un aliado del Gobierno, yendo claramente a su zaga, aun en eso de pedirle aumentos por decreto. A las huestes de Moyano, José Luis Lingieri y Susana Rueda también les conviene, al unísono, que haya conflicto y que éste encuentre un cauce y un dique.
El actual gobierno, podría decirse por esencia, genera, padece y protagoniza una tensión entre lo nuevo y lo viejo de la política argentina. Su relación con el peronismo, con el duhaldismo, con las cúpulas gremiales tienen que ver con esa ambigüedad. Sería un simplismo dar por selladas esas tensiones o definirlas en términos de blanco o negro. En la específica materia gremial coexiste en el oficialismo el interés por los nuevos líderes y su vocación por intervenir activamente en la pulseada, para orientarla hacia el lado de los trabajadores. Pero esa fresca novedad convive con la confianza en las destrezas, la moderación, las astucias o ... (llene el lector los puntos como le parezca) de los actores más trillados. La CGT, tal cual es hoy día, es muy funcional a la política oficial pues le permite liderar la puja sectorial y, a la vez, determinarle topes.
En ese plano, desde un ángulo quizá más anecdótico, vale puntualizar cómo aparecen del lado del Gobierno protagonistas muy ligados a manejos políticos que el discurso oficial recusa y propone dejar atrás. En el entuerto de los subtes recobró presencia el secretario de Transporte, Ricardo Jaime, quien también tuvo su cuarto de hora como actor protagónico en las bambalinas de la negociación con la República Popular China. Jaime es un funcionario más o menos perenne que pasó por varios gobiernos, siempre contando con la aprobación de los empresarios ligados a su sector de gestión. Una relación corporativa que contradice los planteos, los gestos y aun los modales de varios pingüinos, incluyendo a Kir-chner. Jaime en estos días de crisis fue puente con Juan Manuel Palacios, líder de la Unión Tranviarios Automotor, quien fue desbordado por abajo por el personal de subtes. En la Casa Rosada y zonas aledañas se reconoce que la relación entre Jaime y el Bocha Palacios nada tiene que ver con la nueva política pero se explica que Jaime obra en línea con Balcarce 50. Aliados variopintos tiene el oficialismo, aun en su gabinete, lo que es, cuando menos, una incongruencia y, por decirlo con cautela, un riesgo.
A modo de cierre
Cuando los trabajadores desocupados cortan calles o puentes, la derecha empresarial o mediática les reprocha que perjudican a los empleados que van a sus conchabos. Cuando los trabajadores formales piden aumentos, se les recrimina desde la misma trinchera que sus beneficios hieren a las pymes y a los desempleados. La derecha siempre piensa en los de abajo, salvo cuando actúa o gobierna. Tributo virtuoso a un nuevo clima, en estas semanas sus argumentos han tenido baja credibilidad fuera de los quinchos ABC1. Ocurre que se ha instalado la certeza de que la malaria no terminó pero que sí cejó. Plata hay, piensa mucha gente de a pie que discurría distinto en los ‘90. La tienen las empresas y el Gobierno instiga ese parecer que beneficia sus objetivos de mejorar el reparto de la torta.
Pero también se advierte que hay plata en las otrora exhaustas (e insensibles) arcas oficiales, algo que le harán sentir a la Rosada trabajadores estatales y (por carácter transitivo) gobiernos de provincia.
La correlación de fuerzas entre patrones y empleados sigue mostrando maltrecho al sector proletario. La intervención estatal, aun del modo elegido esta vez, es pertinente y seguramente perdurará. Un empresariado miope en sus políticas y sórdido con sus dineros, que ahora se ha vuelto cruzado de la negociación colectiva, le discute sin razón y casi sin argumentos. De ahí que se vuelvan paladines de los desocupados. El Gobierno “premia”, “apacigua”, “pone diques”. Esas imágenes que ha usado esta nota rondan o parafrasean un verbo que suele atraer a los peronistas: “Conducir”. El Gobierno no teme al conflicto, a condición de poder conducirlo, rol que asume con comodidad.
Una holgura que no debería distraerlo respecto de lo mucho que no está haciendo o no está haciendo bien. Va siendo hora de que el Gobierno piense ya en cómo manejarse, no arbitrando de crisis en crisis, sino teniendo una política de ingresos (para todos los trabajadores, incluidos los desocupados) que le sigue faltando. Una política a dos años y medio vista, que es el término de su mandato. Una política que asuma que los desempleados, que son más difíciles de contener y de representar que los trabajadores formales, siguen padeciendo necesidades enormes que la mera inercia de las políticas actuales, el derrame del siglo XXI, no alcanzarán a reparar.