EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Espectros
Por J. M. Pasquini Durán
A pesar de sus recursos, la derecha también está inquieta, alarmada incluso, por el futuro. Las teorías, los métodos de realizarlas, los personeros y el control del orden social, casi todos los dispositivos que garantizaron su hegemonía en las últimas décadas, son enjuiciados por las rebeldías de franjas cada vez mayores de la sociedad civil. Tal vez la mejor chance de conservar sus porciones de poder consista en diluir esas rebeldías antes de que encuentren destinatario político, pero eso significaría el sacrificio de la democracia, aun en sus aspectos formales, y conllevaría además el riesgo de encender la mecha de violencias que a priori son difíciles de mensurar. En todo caso significaría el descenso a un nivel más bajo de la decadencia nacional. Por eso, en las actuales circunstancias, la lucha por los derechos personales, laborales y ciudadanos es indivisible de la defensa de la libertad, puesto que aun esta democracia maltrecha y deforme ofrece la posibilidad de superar las deficiencias sin reducirse a un estado de servidumbre como el que impondría un régimen de orden.
Durante décadas, los conservadores, rancios y modernistas, desecharon la competencia electoral directa, con un partido propio, como los que aparecen hoy en Europa, y prefirieron actuar a través de factores de poder extrapartidarios, las Fuerzas Armadas o los golpes de mercado, o cooptando cúpulas de partidos mayoritarios. El colapso político-institucional que provocó la reacción popular contra los partidos mayores que tuvieron la responsabilidad directa de gobernar desde 1983 y el desprestigio de los políticos hoy clausura esa vía de infiltración transversal, del mismo modo que la misma repulsa mayoritaria abarcó al “modelo” económico que tuvo auge en los primeros años de la década del 90. A partir de ese cuadro, los conservadores afrontan la necesidad de reorganizar sus propias filas y de encontrar las vías adecuadas para retener el control de los poderes democráticos. Las proposiciones de Carlos Menem, Ricardo López Murphy o Carlos Reutemann, con los matices que los diferencian, pretenden formar coaliciones que restituyan una manera de hacer política y ejercer el poder, pero ninguno de ellos avanza soluciones prácticas y efectivas a la tremenda injusticia social que sumió en la pobreza a la mitad de la población argentina. Por otra parte, ellos tres, y otros, han sido arquitectos indiscutibles de la decadencia que no se detiene.
Proyectos de ese tipo apoyan sus expectativas en que el voto mayoritario será el voto anulado o la abstención, permitiendo que con un veinte por ciento de los sufragios “útiles” puedan imponer sus candidaturas. Los núcleos duros de la derecha, apegados a la tradición del uso de la fuerza, prefieren despejar el camino mediante la represión contundente y urgente de la protesta popular. De las usinas propagandísticas que los respaldan surgen las versiones que vinculan a los militares con la seguridad interior, con voces de alarma sobre la anarquía y el caos que justificarían, según esos argumentos, el estado de excepción. Para estimular el consentimiento social utilizan los datos de la delincuencia urbana, que ellos mismos alimentaron desde el terrorismo de Estado y la economía de exclusión masiva. Ya sea porque comparten el propósito o por necesidad de sensacionalismo, algunos medios masivos de enorme difusión contribuyen a esas campañas publicitarias, generalizando climas de temor con noticias comprobadas o meros rumores. Cada día es más común que habitantes de barrios cerrados, padres y alumnos de escuelas privadas y ejecutivos de grandes empresas reciban instructivos de conducta para precaverse de robos y secuestros extorsivos, dando por sentado que la seguridad individual y urbana será una cuestión de vigilancia privada hasta tanto “alguien” se haga cargo del Estado con “mano dura”.
De ese modo, los ciudadanos son precipitados hacia opciones forzadas, unos por hambre y otros por inseguridad, según las cuales es imposible satisfacer las necesidades de progreso material o de tranquilidad sin un poder autoritario. Es obvio que las campañas son reforzadas por datos de la realidad, aunque a veces sean exagerados, y pueden ganar voluntades, incluso las bien intencionadas, porque las fuerzas progresistas no han sido capaces de competir con propuestas diferentes. La opinión que asimila el auge de actos delictivos con la marginación social y con la desesperación de necesidades insatisfechas, dando por supuesto que si se elimina la pobreza o se extienden redes de contención social, sin corrupción ni discriminaciones, serán resueltos automáticamente los problemas de la seguridad urbana, es parte de la respuesta necesaria, pero no es toda la respuesta. Queda pendiente el tramo que va de la situación actual hasta la futura sociedad satisfecha, para el que hacen falta urgentes políticas sociales de rehabilitación activa, con iniciativas concretas, múltiples y específicas. Dicho de otro modo: ¿Qué propone la resistencia popular y el pensamiento progresista para prevenir y controlar la delincuencia, mientras llegan las soluciones de fondo? Por ejemplo: ¿Qué están haciendo los intendentes progresistas o qué se proponen en sus distritos y cuáles son los resultados?
No es un tema menor y, por el contrario, es un buen escenario para confrontar con los planes autoritarios de la derecha, sobre todo porque el gobierno de Estados Unidos, a caballo de sus planes antiterroristas, avanza en el diseño de nuevas políticas de seguridad, cuya última iniciativa es la formación de un ministerio del ramo, como única respuesta a las crecientes críticas en el Congreso, la prensa y las universidades a la ineficacia desaprensiva de los aparatos de seguridad que desecharon las advertencias previas sobre posibles atentados terroristas. A la derecha continental le preocupan otras inseguridades, más ligadas al control del “orden social” en la región. No hay duda que mira con aprensión la probabilidad de una victoria electoral de Lula en Brasil, que no será Fidel Castro o Hugo Chávez pero sin duda puede ser un tremendo giro de sensibilidad social en un país de semejante peso específico. En Paraguay, durante las dos últimas semanas tembló hasta la estabilidad del gobierno de Luis González Macchi debido a la movilización masiva de campesinos indígenas, trabajadores y militantes políticos que se oponían a la privatización de las empresas estatales de servicios, seguridad social, teléfonos, salud y ferrocarril central. La huelga nacional dispuesta por las centrales obreras sólo concluyó cuando el Senado, por 32 votos contra siete, suspendió el proyecto de Ley General de Privatizaciones “hasta que haya condiciones políticas y sociales”. La Conferencia Episcopal Paraguaya celebró con los huelguistas la victoria obtenida y llamó a los sectores movilizados a vigilar y mantener la lucha contra la corrupción que impera en ese país. También convocó a la ciudadanía que no participó en las protestas a dejar la pasividad y a tomar parte en la construcción de un país diferente que vele por el bien común.
De un modo u otro, aquí y allá, el contraste entre la injusticia social y la militarización de la política empieza a despuntar como una contradicción principal. Sobre todo permite salir de esa perspectiva restringida que limita los problemas de las sociedades nacionales a las relaciones de la economía con el capital financiero internacional que representa el FMI. A diferencia del discurso convencional y dominante acerca de esa referencia, la ortodoxia de la sumisión no puede exhibir un solo país que haya reparado las heridas sociales mediante la aplicación de esas fórmulas. En cambio, la experiencia en 1998 de Malasia que decidió anteponer los intereses nacionales a las extorsiones de los llamados “inversores” o dadores de créditos, probó que hay otras alternativas posibles y eficientes. En lugar de restringir las opciones de las personas y la sociedad, como sucede en la actualidad, el verdadero progreso consiste en ampliarlas tanto en ancho como en profundidad. Los espectrosque se empeñan en regresar del pasado nada tienen que ver con estas nuevas dimensiones de la vida.