Viernes, 24 de marzo de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Tiene 15 años, el pelo desordenado hasta los hombros y un remera negra que grita fuck off Bush. Además tiene una pancarta que sólo muestra un rostro y un nombre. El rostro, que mira desde una ajada copia en blanco y negro, pertenece a un chico seguramente de la misma edad. El nombre lo identifica: Mauricio Wenstein, uno de los 37 estudiantes del colegio Carlos Pellegrini desaparecidos.
A su lado otros 36 chicos y chicas exhiben pancartas semejantes. Unos metros más allá, el rector del Colegio, Abraham Gak, encabeza el acto en su homenaje. Frente a ellos, varios centenares de alumnos, ex alumnos y familiares de la víctimas participan emocionados.
Gak hace público su desconcierto. “¿Cómo puede ser que los ex alumnos se sientan tan unidos a un colegio que los reprimió con tanta saña?” Quizá convenga invertir algún término de esa duda. En realidad ninguno de los presentes se siente unido al colegio “que los reprimió con tanta saña”, sino a ese que acoge a sus hijos sin amonestarlos por el largo del pelo o de la falda, que cambió los celadores de Coordinación Federal por un clima de asamblea democrática que permea todas las actividades, que permite que el presidente del centro de estudiantes sermonee a los presentes, incluidas las autoridades, sin desatar más que pasiones varias e interesantes discusiones.
Quizá sea antipático decirlo, pero lo que atrae es la “institucionalización” de las transformaciones. La puesta en práctica de por lo menos algunas de las banderas que enarbolaron esos 37 chicos que miran en blanco y negro desde el frente. Sentir que algo cambió en estos 30 años.
La anécdota puede parecer intrascendente. Después de todo, en el colegio Carlos Pellegrini la memoria es una costumbre que se ejercita desde los primeros años de la democracia. Pero en los últimos días una fiebre similar atraviesa todas las instituciones del país. Escuelas, calles, plazas, universidades, municipios, gobernaciones, empresas públicas, embajadas, cárceles, todos compiten por manifestar su pequeña porción de Nunca Más.
La ola no reconoce trincheras. Las radios más populares casi no hablan de otra cosa; los cinco canales de aire se sumaron a la carrera con ambiciosas producciones y los diarios, incluidos aquellos, casi todos, que acompañaron la dictadura y protegieron por décadas a sus beneficiarios y ejecutores, hacen suplementos especiales protagonizados por las víctimas.
Se establece el Día de la Memoria por la Verdad y la Justicia y nadie, casi nadie, se dedica a defender a los represores sino que el debate se concentra en discernir cuál es la mejor manera de conmemorar el inicio de la masacre. Nadie, casi nadie, discute la necesidad de anular los indultos a los represores sino sólo el momento y la forma en que se adoptará la medida.
Semejante avalancha genera comprensibles recelos, sobre todo en aquellos que empezaron y recorrieron buena parte del camino de estos 30 años con la única compañía de su dolor o sus convicciones. Cuando el entorno no sólo no respaldaba su búsqueda sino que la condenaba en la acción o la indiferencia. Ahora la sociedad se muestra dispuesta a relevarlos en su lucha, “institucionalizándola”, que es la más profunda manera de hacerlo.
No faltan en Argentina motivos para seguir peleando. Ahí sigue el modelo económico y social que los militares dejaron de herencia y seguramente será más fácil avanzar en su desmembramiento con el respaldo del masivo repudio a la dictadura.
Es un triunfo, quizá parcial, quizá pequeño, incomparable con el desgarramiento que lo originó y con lo que este país necesita y exige. Pero es un triunfo. Y a veces cuesta aceptar que ha triunfado, aunque sea en parte, aquello a lo que se le dedicó la vida.
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