Lunes, 17 de abril de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Aliverti
En un país donde el gran debate político virtualmente no existe, porque lo único existente es lo que haga o deje de hacer el Gobierno y el conjunto de la sociedad está entre indiferente y conforme con ese cuadro de situación, es obvio que el centro de la escena lo ocuparán informaciones de corto alcance. No tanto porque tengan de por sí esa característica, sino por el tratamiento que les dan los grandes medios de comunicación. Medios que, como entiende cualquiera con dos dedos de frente, manipulan la realidad, pero no desde cero. En algún punto vertebral contactan con el humor, la idiosincrasia y la conciencia del pueblo.
Uno de esos casos es la muerte del adolescente Matías Bragagnolo, en circunstancias que desde el conocimiento del hecho se revelaron cada vez más confusas; con indicios de lo muy difícil que será establecer lo ocurrido y, casi, con la seguridad de que, aun cuando sí se lo determine, mediarán sospechas. Porque la aparición del padre del chico, que en un primer momento fue la de una persona impresionantemente equilibrada a pesar de su dolor inverosímil, fijó lo que en el campo semiótico se alude como la noticia “deseada”. Es decir: que al margen de las pruebas o conjeturas firmes que se tengan de un episodio, y mucho más si es un acontecimiento criminal con ribetes de espejo social, el imaginario colectivo estipula cuál es la “verdad” que mejor les calza a sus sentimientos y a su estado ideológico. O viceversa, en realidad. La “gente” dictaminó que a Matías Bragagnolo lo mató una patota; no quiso escuchar más nada a pesar de las dudas que aumentaban con cada hora que corría; y salió a pedir que alguien haga algo contra la “verdad” de que se vive con el corazón en la boca, porque los pibes se van, pero no se sabe si vuelven. Otra vez, como en cada espasmo provocado por estas tragedias, se grita que hace falta mano dura, bajar la edad de imputabilidad de los menores, cambiar las leyes. Todo, eso sí, porque el chico muerto es un adolescente de familia bien, como ocurrió con Axel Blumberg y como volverá a suceder todas las veces que haya de por medio una pertenencia o interés de clase. Palermo Chico no es lo mismo que La Matanza, sólo por contrastar, y los miles de casos de gatillo fácil en los suburbios jamás alcanzarán la repercusión de lo que ocurra en los barrios de los ricos. Así funciona. Negrito, por algo será o qué se le va a hacer. Blanquito, me preocupo, me indigno y llamo a las radios. Y se acabó la discusión.
El otro caso de la semana fue la huelga en los subtes. Se habló en forma prácticamente unánime de centenares de miles de usuarios como “rehenes” de dos centenares de trabajadores. Lo que los medios no dicen es cuáles, si no el paro y la afectación de cuánta más gente mejor, vendrían a ser los mecanismos de que disponen los más débiles para llamar la atención. Y menos que menos dicen, salvo para condenarlos, que, así como los vecinos de Gualeguaychú y Colón, o los piqueteros, o cualquiera de los grupos que ganan las calles o hieren de alguna manera la cotidianeidad de la mayoría, esto es el símbolo de que la presión e interpelación al orden de la cosas ya no pasa por las instituciones formales. Que han revelado su ineficacia o, directamente, su complicidad con los desequilibrios sociales. El Congreso, los concejos municipales, la Justicia, el sindicalismo burocrático, las dependencias públicas. Mamotretos inútiles que casi nunca dan respuesta a nada que no sea su lógica corporativa, producto de la crisis terrible de una dirigencia política que se convirtió en la oscura gerente de los negocios y negociados de las grandes empresas.
Se podrá discutir si, en algunas oportunidades, las formas de lucha no tendrían que ser más creativas, con el fin de evitar un rechazo inmediato entre las masas de otros oprimidos. Se podrá polemizar en torno de que, a veces, los métodos de confrontación terminan haciéndole el favor a las patronales. Pero es secundario respecto de lo constitutivo, que consiste en el carácter estructural y profundo de la decadencia argentina. En cómo hay alrededor de una mitad de la población que con diferentes grados secayó del mapa; y una buena parte de la quedó adentro que escucha cuánto crece la economía, para que sin embargo, la distancia entre ganadores y perdedores se siga ampliando. ¿Qué se pretende? ¿Qué no haya conflicto y que se manifieste en un estadio? Esto es de lo que no se discute, y si no se discute de esto el resto son paparruchadas. Obsérvese la cierta o terminante analogía, desde lo medular, entre esas dos noticias disímiles y sobresalientes de estos días. En un caso, la muerte de un pibe repercutida, sólo, por sus condiciones y significados de clase. Y en el otro, una clase de gente embroncada que ubica al enemigo entre integrantes de su propia clase.
Una discusión de fondo debería pasar por aspectos como ésos, pero no pasa. Y entonces el debate político argentino es cada vez más chiquito. Porque a unos cuantos pocos les conviene. Y porque unos cuantos muchos entran en el juego, a sabiendas o de puro vivir en una palmera.
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