Sábado, 21 de octubre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Santiago O´Donnell
Escribo estas líneas con bronca, dolor y vergüenza. Tuve la suerte de pertenecer a la redacción del Washington Post, el más progresista de los grandes diarios norteamericanos. Allí trabajé con las plumas que destaparon el Watergate, allí me formé como periodista. Ese mismo diario, tantas veces ejemplo del periodismo más profesional, ayer publicó una incalificable apología del terrorismo de Estado en la Argentina. Incluye referencias a desaparecidos que estarían en Europa y reflota la teoría de los “excesos” supuestamente cometidos en medio de una “guerra sucia”. Dice que “el Gobierno y sus tribunales” están poblados de ex guerrilleros y que ésta sería la causa por la que se reabrieron los juicios de derechos humanos, que no buscan justicia sino venganza. Sugiere que el juez de la causa Etchecolatz es casi un terrorista encubierto y que el pensamiento retrógrado del coronel retirado Nani representa a buena parte de los argentinos. Recomienda “no avivar las brasas” del pasado.
Solamente un facho incorregible o un enviado de Washington que nunca salió de Barrio Norte puede escribir semejante barbaridad. Este último parece ser el caso de Monte Reel, autor de la nota, a quien no conozco, pero leo en la página web que pasó mucho tiempo con soldados norteamericanos cubriendo la guerra de Irak.
Sí conozco a Elsa, que durante décadas manejó la oficina del Post en la Argentina y que en los años de plomo arriesgó su vida para sacar del país casetes en los que el entonces director del Buenos Aires Herald, Robert Cox, denunciaba los crímenes de la dictadura. Y conozco a Donald Graham, el dueño del Post, un multimillonario que tras recibirse en Harvard se pasó dos años trabajando como policía raso en Washington porque sentía que debía servir a su país, pero la guerra de Vietnam ya había terminado.
Quiero creer que solamente el clima bélico imperante en Washington y la necesidad de mantener viva la “guerra contra el terrorismo” en cada rincón del planeta hicieron posible que los editores no advirtieran el buzón que Nani le vendió a su joven periodista, quien no parece haber advertido que la Argentina no empieza en Parera y Quintana ni termina en Puerto Madero. Pero no puedo justificarlo.
Pienso en los predecesores del actual corresponsal del Washington Post. Pienso en las lágrimas de Tony Faiola y sus crónicas de la hambruna en Tucumán, que promovieron una campaña solidaria y la llegada de varios containers con alimentos desde Estados Unidos, y que le costaron un enfrentamiento público con el entonces director de la Aduana, Antonio Das Neves, porque la ayuda no llegaba al hospital tucumano que tanto la necesitaba. Pienso en la conmovedora crónica que Eugene Robinson escribió desde Catamarca sobre el caso María Soledad. O el seguimiento que hasta el día de hoy Jackson Diehl viene haciendo de la Noche de los Lápices, historia que conoció en Buenos Aires y que nunca pudo olvidar. Pienso en Karen de Young, que nunca olvidó lo que vivió acá durante la dictadura, y que volvió 20 años después para denunciar a los laboratorios norteamericanos que usaron a pacientes argentinos como conejillos de Indias. Pienso en Ed Cody, que también dejó su huella aquí y que se pasó la última guerra del Líbano esquivando bombas arriba de un jeep con Robert Fisk, quien no dudó en elogiar su valentía, conocimientos y manejo del árabe en estas mismas páginas. Pienso en Paul Blustein, que dedicó un año de su vida en demostrar empíricamente la enorme responsabilidad de Wall Street en la crisis del corralito. Pienso en Jim Rowe, que usó sus vacaciones y pagó los pasajes de su bolsillo para inspirar a jóvenes periodistas en Buenos Aires, Misiones o Mendoza.
Y me da bronca, vergüenza y dolor.
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