Viernes, 20 de julio de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Pablo Vignone
En esa esquina maravillosa que dibujan el trazo de la literatura con la gambeta del fútbol, son inevitables los guiños. “El ocho era Moacyr”, se dice, a modo de contraseña, o “Lo que se dice jugador de fulbo, Palito Salvatierra”, y basta para entender, entre los que tenemos más de 40, de qué se habla. Si el matrimonio entre las letras y el deporte de los once y la globa es anterior a Roberto Fontanarrosa (como lo prueba la fundacional Literatura de la Pelota de Roberto Santoro, recientemente reeditado), el Negro fue –para mí junto a Juan Sasturain– el autor del puntapié inicial del boom de la literatura futbolera (un adjetivo que Horacio Pagani, otro gran amigo del rosarino, se atribuye) de los últimos tiempos, que con un número creciente de autores, más o menos suerte y sin pretensiones académicas, produjo obras diversas, movidas atractivas y hasta editoriales especialmente dedicadas al rubro. El fantástico mérito del Negro fue haber descubierto, antes que casi todos, que la cultura del fútbol es un género con veleidades al que, en la práctica, no le va nada mal: no suele jugar a empatar. En esa cancha novedosa que supieron marcar, dándoles música propia a los códigos del estadio, Fontanarrosa era Maradona.
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