Martes, 11 de diciembre de 2007 | Hoy
Cristina Fernández de Kirchner definió los límites que se autoimpuso en su propuesta de acuerdo social. Entusiasmo de los hombres de negocios y expectativas entre los popes del sindicalismo.
Por Cledis Candelaresi
Cristina Fernández de Kirchner asumió reivindicando su propuesta de campaña de celebrar un acuerdo social, cuya envergadura precisó: “No estará limitado sólo a precios y salarios”. Esa amplitud de agenda resulta especialmente seductora para los empresarios, quienes confían que la búsqueda de un pacto no sólo sirva para acotar los reclamos gremiales, sino para ganar influencia sobre algunas decisiones de política económica, incluida la estrategia oficial para controlar la inflación.
“No voy a ser la gendarme de la rentabilidad de los empresarios”, disparó ayer la Presidenta, durante su discurso de asunción ante el Parlamento. La sentencia, sin embargo, no podría interpretarse como un gesto hostil hacia los hombres de negocios, con quienes intentó tender un puente amistoso desde antes de los comicios, diferenciándose de la táctica confrontadora que distinguió a su marido. Un hecho notorio en este sentido fue el almuerzo con los ejecutivos de IDEA del que participó a principios de octubre y donde fue entusiastamente aplaudida luego de asegurar que “generar o tener riqueza no puede ser un pecado en la Argentina”.
A ese mismo encuentro de hace dos meses asistieron varios líderes sindicales –Hugo Moyano y Juan José Zanola, entre otros–, los otros protagonistas del acuerdo social convocado, a quienes ayer también dedicó una frase de su primer discurso con la banda presidencial puesta. “No llego al poder para interceder en ninguna interna sindical”, sentenció.
Visiblemente entusiasmada por las experiencias de otros países, Cristina no fijó aún temario preciso para ese eventual acuerdo, pero sí dejó en claro algunas pautas. A los hombres de empresa prometió que no sería “para la foto”, lo que supone un trabajo en serio y no sólo un enunciado de buenas intenciones entre cúpulas sindicales y patronales. Otra idea es que incluirá “metas físicas” de producción y empleo, algo que no sólo forzaría a asumir compromisos más concretos, sino que facilitaría su evaluación.
A mediados de 2005 hubo un amague de acuerdo que abortó, en parte porque la necesidad de recomponer salarios, tras el impacto de la devaluación, monopolizaba la agenda y el entonces ministro de Economía, Roberto Lavagna, consideró que una paritaria global estimularía expectativas inflacionarias. Desde el Ejecutivo, que da marco al encuentro imponiendo el temario, hay vocación de ir más allá.
No hay empresario al que la idea no entusiasme, fundamentalmente por la presunta posibilidad de intervenir en algunos procesos de decisiones que ahora les son totalmente ajenos, como el control de los precios y hasta la mecánica para definirlo. Las fantasías patronales incluyen la posibilidad de que exista un ámbito para discutir ampliamente –y no sólo con el sector involucrado– urticantes medidas, como valores de referencias, retenciones o restricciones a las exportaciones. También tiene el atractivo de sentar a la mesa a los popes sindicales, para discutir pautas salariales con el sector menos comprometido con los díscolas bases pero con suficiente poder como para contener los reclamos.
A los ojos patronales el acuerdo daría “previsibilidad” para invertir. Anhelada condición que se añadiría a las ya cumplidas de estabilidad macro y tipo de cambio competitivo. Todo factible, a la luz de los pocos cambios en ciernes sobre el esquema económico en curso, continuidad de la que Cristina dio pauta ayer. “Quiero que los mayores ingresos vengan de la industria”, dijo. Es importante “incorporar cuanto antes a Venezuela al Mercosur, para cerrar la ecuación energética”, añadió.
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