Martes, 11 de diciembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Marta Dillon
La lágrima se le escapó por la tangente. La contuvo en el momento del traspaso de la banda y el bastón presidencial. La contuvo con fuerza pese al guiño de su marido, el hombre al que le tocaba legarle los atributos del mando, que en ese gesto develó la intimidad que ella conjuró con un paso de comedia, recriminándole su falta al protocolo. Había que firmar el acta primero y entonces la Presidenta pudo hacer gala de autoridad –aun dejando entrever el chiste doméstico en el que ella pone orden–, retomar el tono de voz grave y firme con que entonó su largo discurso, aprendido tal vez en noches de desvelo, de ensayo, de deseo. El discurso que enunció sin leer pero sin dejar punto alguno al azar. Ni siquiera entonces la voz se le quebró. Cristina Fernández de Kirchner pudo incluso reconocer que su mandato no le resultará fácil. O más precisamente, que será más difícil que para cualquier hombre sencillamente porque es mujer. Buscó entonces en los balcones del Congreso la figura de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo señalándolas con la voz y con los ojos como el ejemplo por “lo que hicieron cuando nadie se atrevía... y lo hicieron”. Pero la seguridad en el tono, la mano dura sobre su propia emoción siguió firme. La lágrima se le escapó por la tangente y fue delante de otra mujer. Fue necesario que estuviera frente a frente con otra mujer, Alicia Kirchner, su cuñada. Alguien con quien seguramente ha compartido y comparte tanto lo público como lo privado. Frente a ella la voz se quebró, alumbró el llanto y ese acto que podría parecer menor delató a la mujer detrás del animal político que es la Presidenta. No porque haya llorado, eso ya no es sólo cosa de mujeres. Sino porque exhibió esa necesaria alianza de género que las mujeres necesitamos para que esa dificultad que Cristina Fernández enunció no se convierta en un obstáculo insalvable. Huelga decirlo, pero las Madres con mayúsculas fueron un grupo, uno en el que muchas palabras habrán sobrado, sobre todo aquellas destinadas a nombrar la desesperación por la ausencia de los hijos, las hijas, los nietos, las nietas, pero no los gestos. Gestos que en algún momento habrán sido mínimos –una mano tendida, cuidar los nietos de otra, compartir el llanto y el silencio– pero que les sirvieron para poder poner en común elaborando un lenguaje que les dio la fuerza necesaria para que el miedo sea un motor y no un límite y entonces poder andar; en círculo, en torno a la plaza, sin más voz que esa presencia indeleble que nos pone a todas frente al espejo de lo que es posible más allá de la voluntad individual. La Presidenta las eligió como ejemplo –amén de haber nombrado a Eva Duarte de Perón– y es deseable, íntima y públicamente deseable, que esa huella que ella misma se impuso le marque los pasos en adelante. No solamente por la exhibición del coraje que estas mujeres tuvieron sino también por la chance de caminar con otras, de reconocer esas dificultades que no son naturales pero están naturalizadas porque desafían un orden establecido, porque desbaratan un modo de ser mujer que somete a diario a la mayoría a dobles y triples jornadas laborales: el trabajo invisible de la casa, el que merece un salario, el solidario. La Presidenta sabe que para ella será difícil porque la misoginia, el orden jerárquico entre varones y mujeres, no se desarma con una que llegue donde otras no pueden. En todo caso podría empezar a desafiarse si esa una que llega abre camino a otras y allana esas dificultades en general con políticas públicas en particular. Lo público y lo privado, lo privado y lo público, no hay distancia ni antagonismo cuando hay conciencia de género, conciencia de que sólo mezclando esos ámbitos a través de la política y de las políticas tendrá sentido más allá de lo simbólico de que una mujer haya llegado; porque entonces llegarán otras –y otros, diversas, diversos– y las dificultades dejarán de ser estructurales para ser, en todo caso, anecdóticas.
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