Domingo, 26 de julio de 2009 | Hoy
Por Mario Wainfeld
Las elecciones repusieron el debate sobre el Consejo de la Magistratura (en adelante, “el Consejo”) en un marco distinto, que fuerza concesiones del oficialismo. La discusión es encrespada, en parte porque el péndulo determina ese sino.
El oficialismo contribuyó, en su medida, al actual escenario enconado. Impuso una mayoría ajustada, en una norma reglamentaria de la Constitución, que por esencia ameritaba construcción de consensos más amplios. En el día a día tensó mucho la cuerda con otros integrantes del Consejo. Y cometió un pecado adicional, imperdonable en quien concentra el poder y el control. Fue ineficaz y moroso en la gestión, privando de legitimidad de ejercicio a sus acciones. El enorme cuello de botella en designaciones de los jueces conspira contra el funcionamiento de los tribunales, muy especialmente de los juicios contra represores. La falta de delegación, la concentración extrema de las decisiones son un boomerang y una prolongada deficiencia institucional. En estas cuestiones, las intenciones pasan a ser secundarias respecto de los resultados, las demoras resienten la búsqueda de memoria, verdad y justicia de modo objetivo.
Con algunas razones de su lado (por ejemplo el pedido de la Presidencia del cuerpo para el titular de la Corte Suprema) la corporación judicial arremete en procura de objetivos muy poco deseables. La composición del Consejo es una cuestión compleja, resuelta de modos variados en la experiencia internacional comparada. En la relativamente moderna democracia española, todos sus componentes provienen del poder político.
Es un tópico opinable, el cronista expone su parecer, construido tras años de litigar como abogado y unos cuantos de periodismo. Sería infausto (como pretenden algunos) dejar a la corporación judicial el poder de controlar y juzgar la conducta de los magistrados. En nuestro sistema político el judicial es el único poder no supeditado ni a elección ni a control ni a remoción por el voto popular. Los jueces lo son de modo vitalicio, mientras dure su buena conducta. Gozan de privilegios amplios, jubilaciones fastuosas, exención del pago de impuestos. Los defienden a capa y espada, con argumentos muy controvertibles. Si esa corporación captura la posibilidad de juzgar a sus integrantes no habrá división dinámica de poderes, sino un feudo del menos democrático de los poderes.
En su menester cotidiano, se perciben llagas del Poder Judicial. Los ricos condenados por delitos graves, llámense Carrascosa o Grassi, siempre encuentran algún resquicio para zafar de la prisión. Sus Señorías (mote aristocrático que es de rigor en el Foro) tienen representantes reacios a la transmisión por TV de los juicios, mientras claman por transparencia y visibilidad en otros poderes del Estado. La Corte Suprema no tiene autoridad para inducirlos a otra conducta, que predica en el desierto.
Muchos magistrados fueron cómplices calificados de la dictadura y otros muchos defienden a sus represores sentándose sobre los expedientes, alegando causales inexistentes de excusación (ser compadre de un acusado, por ejemplo). La demora de los expedientes es usual, no todos los jueces honran su horario de labor y son muy ariscos a que esas minucias sean controladas o auditadas.
La reforma da para más y abarca muchos otros aspectos. La representación política podría mejorarse con mayor porcentaje de opositores. Pero, si el péndulo vira para el lado de la toga, “la gente” (que no conoce a fondo esta temática) se irá notificando de que nada cambió en la Justicia. Seguramente, la corporación funcionará como un club de amigos. En el fragor de reformas (a medias necesarias, a medias ineludibles) puede incubarse un nuevo formato de impunidad corporativa, sí que muy presentable.
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