Domingo, 26 de septiembre de 2010 | Hoy
Por Mario Wainfeld
El Consejo de la Magistratura fue descrito como una fortaleza atómica K. Su integración y el número de oficialistas desautorizaban el tremendismo de la descripción, que igualmente se volvió canónica. El oficialismo tenía, se chimentaba con pavor, hegemonía plena. A veces, en aras de mayor precisión, se hablaba de poder de veto. Una espada de Damocles afilada pendía sobre la cabeza de los jueces probos. Los hechos, tan tenaces como poco advertidos, sugieren que la espada de Damocles estaba amarrada con una cadena muy firme. La mayoría cerril no se impuso nunca, salvo en bagatelas o escaramuzas olvidables. La fortaleza, en tanto, resultó más frágil que el cristal.
Una elección en un gremio pequeño, el de los abogados, alteró la ecuación supuestamente infranqueable. Ahora, hacen mayoría el radicalismo y las corporaciones de letrados y jueces. Esa coalición de centroderecha es percibida como el clímax de la democracia.
La excitación política, como puede ocurrir con la sexual, induce al descontrol y a la decisión precoz. El archipiélago opositor dedica, desde hace años, parte de su energía a reclamar un cambio en la integración del Consejo. Parece un placebo para un ente que nació mal parido, funcionó siempre mal y tiene flojos precedentes en la experiencia comparable de otros países. Pero fue exaltado como una panacea democrática, un freno al autoritarismo, una garantía de calidad institucional.
Los cambios tan apetecidos derivaron en proyecto de ley que contempla, en sustancia, sólo la adjetiva cuestión del cambio de integración. Por añadidura, con una falla que el cronista juzga grave: concentrar en el Poder Judicial (con las corporaciones de letrados como apéndice) un organismo de control... del Poder Judicial. No es exactamente un canto a la división de poderes, sino al solipsismo y a la cobertura gremial. En un gesto de inusual franqueza, Guillermo Recondo (líder del gremio de los magistrados recientemente elegido) comentó que su presencia era una garantía contra los jueces oficialistas. Nada dijo de los corruptos que podrían responder a otros intereses, de los que servilmente sentencian disparates a favor de las corporaciones, de los que cajonean causas que investigan crímenes de lesa humanidad, los que encarcelan a inocentes sin condena. Todos ellos, queda entendido, pueden retozar en libertad.
Sarcasmos aparte, la reforma imaginada siempre fue una nimiedad inspirada en la coyuntura. Pésima praxis para una norma que estatuye un organismo que será la quinta rueda del carro pero que fue consagrado por la Constitución. Esa premura en sacar ventaja menoscabando la entidad de las instituciones no es monopolio opositor: la reforma realizada años tras por el kirchnerismo, aún vigente, adolece del mismo vicio. También el de ser impulsado sin articular consensos amplios, especialmente deseables en leyes de ese rango.
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Un sugestivo cuan desconocido mandoble contra el Consejo es el proyecto de “Fortalecimiento de la independencia del Poder Judicial” propuesto por la cuarta conferencia de jueces y presentado por la Corte Suprema ante el Congreso. El nombre tiene su pompa, el objetivo es que la Corte maneje la (aj) caja del Poder Judicial. Si lo hiciera, las facultades de administración y disposición del Consejo quedarían muy mochadas. Un organismo colonizado por los togados y los opositores pero mixto al fin, relegado por la plenipotencia de los magistrados.
El cambio de escenario induce a darle un vistazo al proyecto, recibido en triunfo por la derecha, porque fue presentado como un ariete en la lucha contra el oficialismo.
Sin entrar a la minucia, que amerita notas más profundas y avezadas, vale la pena consignar un detalle del proyecto. En uno de los artículos que reforma, estipula qué pasa si el presupuesto asignado a la Corte se incrementa durante el año de su ejecución. Y determina: “Autorízase al presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación para reajustar los créditos de su presupuesto jurisdiccional, teniendo la libre disponibilidad de los créditos que le asigne la Ley de Presupuesto, con comunicación al Poder Ejecutivo nacional”. Con una mera comunicación, asignar los fondos excedentes a su criterio, se subraya. Si el lector avezado en estos tópicos intrincados encuentra una semejanza chocante con los aborrecibles “superpoderes”, estará dando en la tecla.
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