Domingo, 27 de febrero de 2011 | Hoy
Por Mario Wainfeld
La descentralización de los sistemas educativos y de salud fue (entre tantos) uno de los mayores daños causados por la política neoconservadora de los ’90. Se les arrojaron tamañas funciones a las provincias, sin cederle los fondos indispensables para asumirlas. Se potenciaron diferencias históricas ya arraigadas. Las consecuencias, enlazadas con el desbaratamiento del estado benefactor y del aparato productivo, fueron letales. Se tornaron patentes hasta principios de este siglo: docentes que ni cobraban los sueldos, alumnos que iban a las escuelas básicamente para alimentarse. Un cambio de paradigma insumiría décadas de políticas bien eficaces, remendar el desquicio también exige sus tiempos.
La Ley de Financiamiento Educativo y la paritaria nacional docente son correcciones valorables. Urgía recrear la iniciativa nacional en materia educativa, resucitando a un ministerio vaciado. Poner plata no es toda la solución, más vale, pero es un requisito ineludible para mejorar la ecuación de las provincias.
El mecanismo paritario en dos etapas, nacional y provinciales, es un quebradero de cabeza y un método acechado por el albur de un fracaso. No se ha escuchado una propuesta superadora a esa negociación trabajosa, que hace sudar la gota gorda a los funcionarios nacionales involucrados. La proliferación de sindicatos docentes, otra marca de fábrica del sistema gremial existente, acrecienta las dificultades.
La elogiable praxis de someter a asambleas las ofertas, emprendida por los mayores sindicatos de la provincia de Buenos Aires y la Ciudad Autónoma, es otro factor de incertidumbre. Ejemplar como ejercicio de democracia interna, habilita una instancia más de debate, de final abierto como suelen ser las asambleas de trabajadores avispados y con conciencia.
En estos días, la prueba se superó: se atravesaron todos los estadios y se llegó a un cierre satisfactorio en la Nación y en los dos distritos más grandes del país.
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La cobertura mediática dominante de las tratativas reincide en enfoques distorsivos. Su núcleo es dar por fracasada, o en vías de fracasar, a una negociación no cerrada. Cada cuarto intermedio es leído en clave catastrofista. Le quedará al lector desbrozar si hay mala fe o falta de “calle” en quienes dan por abortado un regateo cuando “la mesa” sigue en pie y las partes continúan reuniéndose. El cronista cree que hay de todo un poco, no hay por qué negarle un espacio a la ignorancia.
Cualquiera con un poquito de experiencia sabe que, conforme las reglas del arte, las dos partes especulan con los tiempos, esto es con el inicio de las clases. En cualquier toma y daca, se juega con el reloj y se busca forzar definiciones. Es de manual que todo terminará cerca del sonido del gong, apurar al otro es un recurso de los negociadores. Será pobre de toda pobreza la mirada que soslaye obviedades de ese porte.
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Como también pasa en las convenciones colectivas del sector privado, es peliagudo establecer el porcentaje exacto de aumentos. Hay un abanico de situaciones que torna imposible fijar un promedio. Las cifras que se usan en el debate o en la difusión son indicativas y tienen un sentido político. Esto dicho, las oscilaciones entre el 25 y el 30 por ciento hablan de los niveles reales de inflación que calculan los representantes gremiales y los funcionarios oficiales. Si no pensaran en un aumento anual de más del 20 por ciento, la demanda sería una exorbitancia inadmisible. Si es esa la ponderación, el acuerdo contempla un aumento a la vez firme y moderado del poder adquisitivo del salario docente. Puertas adentro, así se lee en el primer nivel del Gabinete. Puertas afuera hay que defender lo indefendible, los números del Indec, la irrisoriedad de la inflación.
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La defensa del sistema público es un punto cuasi ecuménico de los discursos políticos. No hay quien se baje de eso, aunque el macrismo se permite divagues o contradicciones chocantes. Esa unanimidad, siquiera de palabra, no tiene correlato en las propuestas de “las oposiciones”. Las críticas a los desempeños del sistema educativo son proverbiales, las añoranzas de épocas pretéritas también. Faltan, en contrapartida, explicación de los instrumentos que se proponen para los cambios exigidos. También certezas acerca de si se mantendrán las instituciones creadas por los gobiernos kirchneristas, que amparan los derechos básicos de los docentes.
La exaltación de la educación pública también podría abrir los ojos a publicistas del oficialismo, que insisten en versiones revisionistas ancladas hace 40 años. El modelo educativo de Domingo Faustino fue pobremente recordado por la narrativa oficial. Se dejó de lado que el sindicalismo docente, conducido por dirigentes docentes nacionales y populares o de izquierda, revalorizó el legado de sanjuanino. La contrastaron con una aplastante novedad: la destructiva política del peronismo de los ’90. La Carpa Blanca, formidable movilización democrática, recuperó la etapa educativa sarmientina como bandera. Esto no es óbice para numerosas críticas contra el contradictorio (y en buena ración, aciago) legado del hombre, pero es bueno dar cuenta de los claroscuros bajo nuevas iluminaciones.
La lectura limitada trasciende a Sarmiento. Una opinable versión de Arturo Jauretche cunde en las filas del oficialismo. Una de sus rémoras es repetir consignas frizadas del gran militante-intelectual quien (a diferencia de sus glosadores) siempre estaba atento a las novedades de época, enchufado con los vaivenes de la realidad y de las coyunturas. Valdrían la pena actualizaciones serias del mensaje del maestro, por caso cuando propugnaba no lesionar “inútilmente las preocupaciones éticas y estéticas” de los sectores de clase media afines al peronismo. O cuando cuestionaba haber hecho de “una doctrina nacional, una de partido y de la de partido una personalista”.
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Volvamos al núcleo. El sistema educativo de fin del siglo XIX se conjugó con la política popular inclusiva del yrigoyenismo y el primer peronismo. Se cualificó con la Reforma Universitaria, transcurrió en paralelo con el ascenso social de las clases medias primero y la trabajadora poco después. Fue en ese contexto, no en otro, que hubo movilidad social ascendente y una tendencia a la igualdad. En esos términos, ese es un pasado tan ejemplar cuan irrepetible.
Para colmo, es forzoso reparar la destrucción que alentó el menemismo y que la Alianza ni se molestó en contemplar. Subestimar esos daños es una enormidad. Repararlos, una misión infinitamente más delicada que provocarlos. Los primeros pasos dados van en el buen camino, aunque se sigue lejos de la meta, que ameritaría un debate profundo acerca de qué educación es deseable y posible en un mundo tan diferente del de los dos siglos pasados.
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