Miércoles, 19 de octubre de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Luis Bruschtein
En cierto imaginario, el ex presidente argentino Néstor Kirchner fue instalado en el podio de los posibles violentos. En el mismo imaginario, al ex presidente uruguayo Tabaré Vázquez le correspondería el cuadro de honor de los evidentemente pacíficos. Hay esquemas culturales consolidados como vigas de hormigón que refuerzan esa imagen en la mentalidad de algunas personas.
Se acaba de comprobar, por declaraciones del propio Tabaré, que fue exactamente al revés, pero esos esquemas suelen ser tan antisísmicos e inconmovibles ante la realidad que producen respuestas del tipo de “por algo habrá sido”. En la dictadura fue bastante común este argumento que se negaba a dar cuenta de la realidad.
No importa si Tabaré fue el que se dispuso para la guerra y el que pidió la intervención del gobierno del presidente norteamericano George Bush. El argumento es: “Si Tabaré hizo eso, por algo habrá sido”. La sospecha siempre va a recaer en el que no se encuadra en ese prejuicio cultural. Y por supuesto que en la construcción de esos prejuicios interviene una clase de periodismo que suele acusar de “militantes” a los periodistas que tampoco se encuadran en sus esquemas.
Néstor Kirchner era bastante inencuadrable, por lo cual encajaba con facilidad en esas categorías prejuiciosas. Tabaré, en cambio, es previsible, institucional, amigable y hasta rutinario, o sea, encaja en otra de esas categorías, pero en este caso, de las ejemplares.
Tabaré puede decir, con ese tono amigable, que convocó a sus fuerzas armadas para una guerra por un conflicto vecinal con Gualeguaychú, Argentina. Lo dice en un tono tan mediocre y tan plano que pareciera que contara una anécdota de la infancia. Kirchner hubiera contado a los gritos y puteando que estaba haciendo lo posible para solucionar el conflicto en forma pacífica. Pero como grita y putea, el violento sería Kirchner.
Hay un viejo dicho del Mayo Francés, que decía: “Cuando el dedo señala a la Luna, los tontos miran el dedo”.
Pero no importa. Para los que piensan así, el pacifista tiene que tener esa pátina de mediocridad y previsibilidad que los tranquiliza. Un tipo sanguíneo o apasionado en política los intranquiliza, los descoloca, porque están formados en una matriz cultural refractaria a los cambios. Los cambios tienen que quedarse en los discursos. Por la inacción o por testimonial, se tolera el discurso del cambio, pero horroriza la acción.
Cuando un conflicto entre dos partes se complica tanto y las lógicas de las partes más comprometidas toman una inercia que lo complica aún más, lo que se necesita para evitar la violencia es gran audacia y convicciones muy fuertes para poder romper con esa fuerza de arrastre. No hay pacifista previsible porque en las situaciones en las que actúa un pacifista, lo único previsible es la guerra.
Ser pacifista sólo cuando no hay peligro de guerra, es lo mismo que hacer grandes discursos sobre cambios en la sociedad y después no animarse a cumplirlos para no confrontar con los poderes de hecho que producen las injusticias. Si confrontara, perdería su imagen de pacifista para esa mirada particular. El que confronta no parece pacifista. Y justamente es al revés, aunque no lo parezca.
El pacifista es el que confronta, el que va contra la corriente, el que discute contra la mayoría de los que presentan argumentos y más argumentos ensartados en un sentido común de la violencia. A veces puede parecer loco y hasta energúmeno y en cambio sus críticos aparecerán como personas serias y confiables.
Kirchner tenía antecedentes: no quiso reprimir nunca la protesta social, entre ellas, la de Gualeguaychú y fue el primer presidente que prohibió asistir con armas de fuego a los efectivos que debían custodiar marchas o movilizaciones. Pero era temperamental y apasionado y, como se sabe, los tontos se quedan mirando el dedo cuando les están señalando la Luna.
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