EL PAíS

La indignación y los engaños

Eugenio Raúl Zaffaroni *

La indignación, cuando es justa y explicable, es un buen motor para el cambio, pero si no se la controla con el uso de la razón, tiende a ofuscar, es decir, a oscurecer las ideas y, en tal caso, puede ser explotada por oportunistas y también por los mismos que le dieron causa.
Indignan los privilegios, los gastos que caen en el despilfarro, los abusos de todo género, las agresiones al principio republicano, la impudicia de quienes explotan el poder. Todo eso debe ser erradicado. Sin duda.
Pero cuando la indignación ofusca, se cae en un simplismo que es alimentado por quienes están acostumbrados a repetir lo que la gente quiere oír –porque así creen obtener votos o apoyo– y también por quienes quieren que todo cambie, ni siquiera para que todo quede igual, sino para que sea peor.
Producto de esta explotación de la ofuscación por demagogos o por sinvergüenzas es la afirmación de que resolveremos las impudicias disminuyendo el número de legisladores, pagándoles menos a los funcionarios y teniendo cuatro jueces menos en la Corte Suprema. Mentira: eso es un grosero engaño, aunque los políticos asustados no se animen a decir lo contrario mientras los sinvergüenzas se aprovechan.
El gasto político no se va en sueldo de legisladores, sino en que cada legislador tiene gastos de personal de despacho que triplican o cuadruplican su sueldo. Limítense los gastos de despacho a dos o tres funcionarios por legislador, que en total no superen el 50 por ciento de su propia dieta, y con eso se reducirá a un tercio el gasto político de todo cuerpo deliberativo. Establézcase una norma en ese sentido incluso con jerarquía constitucional, pero no se baje el número de representantes.
¿O nadie se da cuenta que bajar el número de representantes implica dejar sin representación a una parte de la ciudadanía? ¿Nadie se da cuenta que eso beneficia sólo a los partidos grandes y consolida el bipartidismo fuerte? ¿Nadie se da cuenta que suprimir al senador por la minoría importa dejar sin representación en el Senado a más de una tercera parte del electorado? ¿Nadie sabe que los gastos mayores no son de salarios sino de despacho e infraestructura? ¿Por qué no lo dicen? ¿Quizá porque quieren que sólo queden dos partidos en el Senado? ¿Tal vez porque entre menos se ponen de acuerdo más rápido?
Y tampoco pueden reducirse a límites miserables las dietas legislativas. Un legislador digno, un médico, un comerciante, no puede venir a vivir a Buenos Aires y dejar su casa y su profesión o sus negocios por una dieta miserable. Nada de impudicias, pero la dignidad republicana exige que no se fomente la selección de los peores. Claro que hay muchos que vendrían con dietas miserables, muy pocos porque son idealistas, pero muchos más porque son tan inútiles que ni eso pueden ganar con su trabajo, o porque piensan tener otras fuentes de ingreso no confesables. ¿Nadie se da cuenta que eso importa dejar la política en manos de unos pocos idealistas que pronto se cansarán y de muchos inútiles y corruptos que se quedarán?
Lo mismo pasa con los funcionarios. Hoy un buen funcionario político debe ser un técnico. ¿O la salud la dejaremos en manos de estudiantes fracasados? ¿O las obras públicas quedarán administradas por quien no terminó el bachillerato? Y también habrá médicos e ingenieros de prestigio que serán idealistas, pero a los que sus colegas mirarán con asombro, hasta que hartos de mediocridad y trampas vuelvan a sus profesiones, y el funcionariado quedará en manos de los peores, de los que se quedan porque tienen negocios o porque fracasan en sus profesiones o porque ni siquiera son técnicos. ¿Nadie sabe que los países de punta cuidan meticulosamente a su funcionariado? ¿Acaso ignoran que desde Federico de Prusia, Napoleón y Bismarck se cuidan y fortalecen las burocracias, como clave de eficacia del estado? ¿Hubo algún país que mejoró la eficacia de sus servicios igualando para abajo? Es falsa la distinción entre el funcionario de carrera y el político en este aspecto. Por supuesto que al de carrera es necesario pagarle dignamente, pero no es lógico que el jefe de despacho cobre más que el ministro. ¿O se pretende que el primero sea un técnico y el segundo, que debe marcar la política en su área, sea un inútil fracasado o un ignorante de su materia? ¿Volveremos a los maestros letrados y a los inspectores analfabetas? Tampoco en esto se ahorra con el salario del funcionario de alta jerarquía, sino con la reducción de despachos que no tienen justificación alguna. No es cierto que quedarían los funcionarios sin asistentes. Hay una enorme cantidad de empleados en cada repartición que pueden ser adscriptos, sin necesidad de que cada funcionario traiga una corte a su despacho. Basta que nombre dos o tres personas de confianza y el resto se puede componer con personal de planta adscripto. Con eso se ahorraría tres o cuatro veces más que con las espectaculares reducciones de salarios.
Y lo de la Corte Suprema es el colmo. Es el tribunal supremo con menos jueces de casi toda Latinoamérica. ¡Nueve jueces para 14.000 causas! ¡Y se pretende que la solución está en reducirla a cinco jueces! Primero, con calma, porque no podrá hacerse en un mes, la Corte debe dejar de ocuparse de lo que constitucionalmente no le corresponde. Sin pretender llegar a las 140 causas anuales de la Corte de los Estados Unidos, pero sin hacer casación o quitarles los expedientes a los jueces de otras instancias, debe volver al cauce constitucional. Y, paralelamente, debe reducir drásticamente su presupuesto. ¿Nadie sabe que la Corte Suprema ocupa una parte absurdamente desproporcionada del presupuesto total del Poder Judicial federal? ¿Nadie sabe que tiene un ejército de secretarios con sueldo de juez de cámara, asistidos por otros funcionarios con sueldos de juez de primera instancia e inferiores? Este es el gasto de la Corte y no el sueldo de tres o cuatro jueces.
Por el contrario: hay que aumentar el número de jueces y bajar su funcionariado, que cobran casi tanto como sus jueces y son muchísimos más. No es posible tener pocos jueces que firman sin leer y un ejército que escribe sentencias; hay que reducir el trabajo a los límites constitucionales y tener un número decente de jueces que hagan sentencias y de funcionarios que refrenden y colaboren. Con sólo 50 funcionarios menos se ahorra el salario de treinta jueces. ¿Nadie lo sabe? ¿Por qué no lo dicen? ¿Imaginan que es más difícil manipular a quince que a cinco? ¿Saben que el mayor número posibilita más pluralismo y, por ende, más imparcialidad? ¿Acaso no quieren una Corte imparcial? ¿Por eso es mejor reducir la Corte a cinco y que la gente crea que con eso se disminuye el gasto, mientras se mantiene el ejército que se lleva una tajada absurda del presupuesto y la Corte sigue omnipotente, decidiendo lo que la Constitución no le atribuye?
Redúzcanse los despachos de los legisladores a una suma que no supere el 50 por ciento de la propia dieta; confórmense los despachos de los funcionarios políticos con personal de planta adscripto; limítese el procentaje de la Corte al 10 por ciento del presupuesto judicial y local: se ahorrarán muchísimos millones. Pero no se engañe a la gente haciéndole creer que se ahorra, cuando no se ahorra casi nada y sólo se reduce la representación popular, se eliminan los partidos menores, se proyecta un Senado manejable y homogéneo, se quita estímulo a los mejores, se baja la calidad del funcionariado, se expulsa a los verdaderos técnicos y se proyecta una Corte que, por más pequeña, sea más “conversable”. Indignación, sí. Ofuscación, no. Y menos aún explotación de la buena fe y de la justa indignación de la gente.

* Director del Departamento de Derecho Penal y Criminología de la UBA. Vicepresidente de la Asociación Internacional de Derecho Penal. Presidente de la Asociación de Profesores de Derecho Penal de la República Argentina.

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