Domingo, 28 de diciembre de 2014 | Hoy
Por Horacio Verbitsky
¿La prisión domiciliaria para los acusados por crímenes de lesa humanidad es un privilegio o un derecho? Depende de los casos y de las circunstancias. La maduración del proceso de Memoria, Verdad y Justicia permite plantearse esta cuestión sin los condicionamientos y temores de etapas previas y considerando todas las facetas del asunto y su simetría con la situación de las demás personas privadas de su libertad.
Las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y los indultos confirieron impunidad a los responsables de los peores crímenes. Ese período aciago entró en crisis en 1995 con la confesión del capitán Adolfo Scilingo y los juicios por la verdad que Emilio Mignone promovió ese mismo año desde el CELS. En 1998, y bajo la influencia del arresto de Pinochet en Londres, ordenado por el juez español Baltasar Garzón, la justicia argentina avanzó en los procesos por dos crímenes que no habían sido perdonados: el saqueo de los bienes y el robo de los hijos de los detenidos desaparecidos. En 2001 la justicia federal declaró nulas e inconstitucionales las leyes de impunidad y se reabrieron los procesos. Al asumir Néstor Kirchner, había medio centenar de procesados por esos delitos. El Estado favoreció entonces el avance de estos procesos, en vez de oponerse como Raúl Alfonsín a partir de 1987, Carlos Menem, Fernando De la Rúa y el senador Eduardo Duhalde. En 2005 la Corte Suprema de Justicia confirmó la nulidad de las leyes y los procesos reabiertos pudieron progresar hacia su conclusión.
Muchos de los militares y policías involucrados estuvieron detenidos en condiciones de privilegio y en unidades militares y, con frecuencia, hubo violaciones a la prisión domiciliaria y decisiones judiciales que relajaron las condiciones de ese régimen. El castigo efectivo y en cárceles comunes se sumó así a las exigencias de las víctimas y de los organismos de derechos humanos, que sentían aquel trato preferencial como una burla. Las prerrogativas para los responsables de estos crímenes se perpetúan hasta el presente, hasta el punto de que el actual decano del Cuerpo Médico Forense es un oficial de la Armada que atendía a los secuestradores y torturadores de los grupos de tareas por las secuelas psiquiátricas que les dejaron sus crímenes. También son reiterados los dictámenes de peritos oficiales que distorsionan los hechos para que los acusados eludan el juicio o la cárcel en forma injustificada. La agencia judicial ha delegado de facto el control del cumplimiento de sus decisiones en las víctimas.
En la actualidad la mayoría de los imputados tienen una edad avanzada y, en algunos casos, padecen de enfermedades complejas o graves. Muchos han muerto, ya condenados o bajo proceso. Lo mismo ocurre con las víctimas y con sus familiares, por su edad y no como consecuencia de la mecánica procesal. De los 981 procesados por delitos de lesa humanidad, casi la misma cantidad están en prisión preventiva (467) y en libertad (454). La prisión preventiva corresponde cuando hay peligro de fuga o de entorpecimiento de la investigación. Muchos de estos acusados tienen la capacidad y los recursos económicos e institucionales para hacerlo, como los 62 que se mantienen prófugos, dos de ellos ya condenados. Uno de cada tres imputados por crímenes de lesa humanidad se encuentra bajo el régimen de prisión domiciliaria, porcentaje superior al de personas que han cometido crímenes atroces pero en otro contexto, por lo cual también en ese aspecto gozan de beneficios excepcionales. El uso de la prisión preventiva no implica una actitud discriminatoria respecto a este grupo particular. Por el contrario, el problema es grave y estructural para el resto de la población blanco del sistema penal argentino.
Nada de esto puede justificar que la edad avanzada o los problemas reales de salud sean ignorados a la hora de disponer el lugar de arresto o de cumplimiento de la pena. Cuando se reúnen esos requisitos los detenidos en prisiones deberían cumplir la restricción a su libertad en sus domicilios, tal como lo establece la regla general originada en razones humanitarias. Las condiciones de detención de todas las personas privadas de la libertad deben ser dignas, por repugnantes que sean sus crímenes. Esa es otra forma de afirmar la superioridad de la democracia sobre la barbarie de la dictadura.
Para que no se transforme en una nueva forma de impunidad, es fundamental que los poderes judicial y ejecutivo garanticen que el arresto domiciliario se conceda por razones fundadas y que su cumplimiento se controle de modo eficaz. En muchos casos los jueces han tomado decisiones discrecionales, por ejemplo la Sala III de la Cámara de Casación Penal los ha concedido sin evaluar la condición de cada imputado. En muchos otros casos, la decisión se tomó en base a análisis médicos superficiales o no se controló la evolución posterior. En muchas oportunidades los detenidos en sus domicilios violaron el arresto para realizar actividades diversas gracias a la falta de control o directamente a la connivencia de quienes deben supervisarlos.
La preocupación por las condiciones de detención de los procesados y condenados por crímenes de lesa humanidad no es congruente con la indiferencia hacia la violación estructural de los derechos humanos que tiene como víctimas principales en las cárceles argentinas a los varones jóvenes y pobres privados de su libertad, y que también alcanza a los presos por otro tipo de delitos que, enfermos o con edad avanzada, no obtienen el arresto domiciliario. La universalidad de los Derechos Humanos no puede hacer excepciones. La única regla admisible es Derechos para Todos, Privilegios para Nadie.
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