Domingo, 12 de abril de 2015 | Hoy
Por Mario Wainfeld
Arde el teclado de la computadora del Decano de Sociales de Estocolmo. Le escribe a su cada vez menos amado discípulo: el politólogo sueco que prolonga la tesis de posgrado sobre Argentina. “Infórmeme sin titubeos ni demoras sobre ese nuevo escándalo, Profesor. ¿Hay un nuevo pacto espurio entre la Iglesia y el populismo? ¿Por qué el papa Francisco se retractó de su santa promesa e invitó a la Presidenta al Vaticano? ¿Es cierto que ella irá con punteros bonaerenses con armadura de cruzados? ¿Es real que el paganismo peronista conseguirá millones de votos con esa jugada? No me bardee ni desinforme. Le doy, cómo máximo, tres días para responder.”
El politólogo está curado de espanto con los delirios de su Decano. Le responderá presto, con la seriedad que amerita el tema. No aspira a ser creído aunque sí a mantener el flujo de coronas.
Por lo demás, su vida va bien. Boca le da puras satisfacciones, el 2014 es pasado remoto. La pelirroja sigue correspondiendo a sus deseos, salvo al de casarse. No lo rechaza, lo condiciona a la victoria electoral del “Proyecto”. El sueco preferiría que fuera antes y sin riesgo electoral, pero sabe que tendrá que someterse aunque sus relojes biológico y volitivo quisieran hacerlo antes y buscar un bebé mestizo más pronto que tarde.
Así que contesta con mesura e info y (dejando de lado su incredulidad existencial) prende sendas velas. Al Frente para la Victoria, desde ya. Y a Francisco, para no quedarse fuera de los dictados de la moda.
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Todo monarca poderoso emite señales para ser sobreinterpretado, Francisco no hace excepción a la regla. Uno piensa que se divertirá con las traducciones, que suelen ser desopilantes, pero no sabe bien. El afán de constreñir las movidas del Papado a la estrecha mira de los formadores de opinión argentinos mueve a la risa, antes que nada. Celebraron como un gol en el último minuto su anuncio de no recibir más dirigentes políticos antes de las elecciones y su reproche de “haber sido usado por ellos”. La autovictimización de un protagonista tan avispado y poderoso merece mejores relecturas. Francisco no es una marioneta que cualquiera puede mover. La Vulgata opositora tradujo “los políticos” como sinónimo del kirchnerismo. Una simplificación que es desautorizada por la interminable lista de políticos, empresarios, gentes de la farándula y otras yerbas que peregrinaron a San Pedro en estos años.
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La invitación a Cristina les cayó indigesta a los opositores, que hasta lo interpelaron. Su falta de confianza les hace suponer que las masas, a las que atribuyen una insensatez visceral, se emocionarán con el encuentro y desviarán el voto. Uno, que es agnóstico y escéptico como el politólogo sueco, no está convencido, pero quizá sea cuestión de fe.
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La desazón opositora choca con la alegría oficialista, pongamos en espejo. Tal vez todos tengan razón, quién sabe.
Puestos a mirar a más largo plazo, el crecimiento de la influencia de la Iglesia Católica en la vida política argentina es una perspectiva preocupante. La Iglesia es una institución extrademocrática, por esencia. Y antidemocrática con habitualidad.
Su influjo en la vida pública nacional es ya excesivo. Se mide en el fastuoso apoyo económico a la educación privada, en el pago de sueldos y seudojubilaciones a obispos y otros sacerdotes. Lo más serio es que la jerarquía gravita y ejerce un pretenso veto respecto de normas que hacen a todos los ciudadanos, sobre todo en materia de salud reproductiva y derechos de minorías. Ese peso, que jamás fue leve y al cual son demasiado dóciles tantos dirigentes, propende a acentuarse en función del liderazgo indudable que supo construir Francisco.
Más allá de si en algún caso se propician mejoras o cambios alentadores, en una república laica eso es preocupante. Mucho más que el improbable impacto proselitista de una visita de una jefa de Estado, compatriota por añadidura, que está en cualquier lógica. Salvo en la del club de indignados permanentes.
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