EL PAíS › OPINION

El curioso caso de Casal

 Por Mario Wainfeld

Matías Eugenio Casal es el acusado en el expediente que la Corte se apronta a fallar, en una valiosa decisión que traerá su cola. Viene a cuento sintetizar su caso, pleno de sustancia y potencial simbólico. Casal, está probado y nadie lo niega a esta altura, asaltó un taxi. Intentó robarlo. El Tribunal oral que lo juzgó interpretó que se había valido de un arma de fuego. Lo condenó por robo calificado con armas de fuego, a cinco años de prisión. La defensa de Casal recurrió la condena ante Casación. No negó el intento de robo pero adujo que éste no se había concretado (quedando en grado de tentativa) y que no había usado un arma. Por lo tanto, no pedía absolución pero sí una condena sensiblemente menor. La Cámara se negó a tratar el recurso aduciendo que Casal discutía “cuestiones de hecho” ajenas al recurso de Casación: la existencia o el uso del arma, el control satelital del vehículo que impedía que el robo se consumara.
La defensa recurrió ante la Corte, que ahora se encamina a reconocer que Casal tiene derecho a que su proceso tenga doble instancia. Dirá que es una garantía de rango constitucional, derivada de la adhesión de Argentina a la Convención Interamericana de Derechos Humanos. Es una conclusión de cajón, inevitable para quien se ciñe a las leyes. Su aplicación obliga a Casación a cambiar los criterios con que fue creada y con los que funcionan casi todas sus salas.
La doble instancia: La doble instancia, el derecho de los ciudadanos a que un tribunal revise las sentencias que le conciernen, es una garantía básica. Deriva de un principio republicano, el de control de los actos de gobierno. Así lo vienen estableciendo las convenciones internacionales sobre el tema. La Constitución nacional no lo consagraba, pero la incorporación de esos tratados a su texto hizo avanzar nuestro derecho en el mejor sentido. La Cámara de Casación (se apronta a decidir la Corte en concordancia con el dictamen del procurador general Esteban Righi) es el ámbito pertinente para que se sustancie ese derecho de los acusados en juicios ante los tribunales orales penales.
Una desviación histórica: Por razones históricas, que el dictamen de Righi explica con cierto detalle y que exceden el rango de esta nota, el recurso de Casación surgió como un modo de controlar, desde otros poderes, a los jueces. Propendía a evitar eventuales rebeldías, que alteraran el sentido de la ley. Su núcleo era garantizar la división de poderes y no estaba enderezado a proteger las garantías individuales. El desarrollo del derecho penal puso las garantías en el centro de la escena y tornó inadmisible que un trámite procesal no las tuviera en cuenta.
En la Argentina, como sucede con tantas otras cosas, la Casación viene funcionando con una lógica arcaica, de ancien régime. Righi señala en su dictamen que el recurso de casación sigue “modelado por sus antecedentes históricos”, lo que considera injusto y exclusiva consecuencia de “una inexplicable inercia”. Esa inercia inclina a Casación a tratar las “cuestiones de derecho” y no “las de hecho”. La división carece de sentido para el acusado, a quien tanto le da ser condenado injustamente por una errónea aplicación de los hechos o una errónea aplicación del derecho. Para peor –aunque los profanos supongan que es sencillo distinguir entre cuestiones de hecho y de derecho en una sentencia–, en la realidad esa diferenciación no suele ser clara, abundando las zonas grises.
Los tribunales penales orales, de creación más o menos reciente, son de instancia única. Sus decisiones pueden ser recurridas ante Casación, pero con los criterios dominantes hasta hoy, muchos casos no son revisados. La mayoría de las salas de ese tribunal rechazan apelaciones fundando, como en el caso Casal, que no le compete revisar cuestiones de hecho. El lector se preguntará qué hacen con los casos en que es gris la separación entre cuestiones de hecho y de derecho. Los baqueanos de tribunales dicen que, cuando se trata de admitir reclamos de los fiscales, los jueces de Casación suelen ser amplios para admitir recursos y que se vuelven avaros cuando los que buscan su decisión son los procesados. Una versión sofisticada de la mano dura, que tantos adeptos recluta en estos lares.
Clima de época: Los adeptos a la mano dura pondrán el grito en el cielo, si la Corte (como todo lo indica) dispara su lindo tiro para el lado de la Justicia. Blumberguistas eruditos o autodidactos mentarán como espantajo “los derechos humanos de los delincuentes”. Y algo de verdad dirán porque las garantías constitucionales, según nuestro generoso Preámbulo, se extienden a todos los hombres del mundo que habiten este suelo. Todos somos personas, dice el Código Civil del siglo XIX, “sin distinción de cualidades ni accidentes”. Todos tenemos los mismos, amplios derechos. Los buenos, los malos, los integrantes de minorías, los adictos a las drogas (Casal lo es) y aun los delincuentes. Así sean chorros comunes (con o sin armas de fuego), o de guante blanco como María Julia Alsogaray, genocidas como Jorge Rafael Videla.
El inminente fallo de la Corte modifica las instituciones, dentro de su competencia. Una decisión tamaña no hubiera florecido sin el propicio clima de época operado por la renovación del tribunal, de la cual Eugenio Raúl Zaffaroni fue pionero y es emblema. Un tribunal renovado y de calidad oxigena el sistema democrático, así sus decisiones sean polémicas.
¿Y Casal? Si la Corte confirma el dictamen de Righi, el hombre no saldrá libre “por la otra puerta”, esa berreta metáfora arquitectónica manodurista. Lo que propone el Procurador (y seguramente los Supremos validarán) no es que se lo suelte dogmáticamente. Apenas, nada menos, que su caso sea revisado por un tribunal diferente del que lo condenó, con la ley en la mano. Un juicio justo, como quien dice.

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