EL PAíS › OPINION
Cuando el voto es un voto de castidad
Por Luis Bruschtein
El acento que ha puesto la Iglesia en el tema sexual como eje de su mensaje pastoral en los dos últimos papados corre el riesgo de asimilarla a una especie de simple consultor sexológico. No hay tema en este aspecto en el que no se expida con una exigencia templaria, desde los matrimonios gay hasta la educación sexual, el celibato de los sacerdotes, el uso de anticonceptivos o las formas del coito. Una institución milenaria, que de alguna manera ocupa el lugar de conciencia espiritual y moral del mundo occidental, con este afán pareciera reducir lo espiritual y lo moral a lo sexual. Hace lo mismo que aquellas visiones hedonistas de la vida que proclaman abiertamente que lo más importante es el sexo, pero desde el lado opuesto, con lo cual contribuye a afianzar esa idea, sobre todo entre sus seguidores más fieles.
Una persona normal, a la que el sexo le interesa pero que no está pensando todo el día en el tema, frunce el ceño y le nace un retintín de sospecha cuando aparece otra persona, como estos sacerdotes y obispos, que machaca todo el tiempo con esa obsesión. Todos han tenido buenos amigos así, nunca se los ha tomado demasiado en serio y siempre han sido motivo de bromas. Con un amigo es así, pero cuando se trata de un obispo que proyecta una fuerte autoridad sobre sus fieles más cercanos, es más difícil tomar esa distancia y lo más probable es que el morbo de esos fieles se desarrolle más allá de lo aconsejable. No es la mejor forma de educación sexual. La Iglesia no puede tratar a la humanidad como si fuera una masa de adolescentes excitados.
Hace pocos días, el arzobispo de La Plata, monseñor Héctor Aguer, aseguró que en las escuelas públicas se “promueve la corrupción sexual”. Aguer es un obispo ultraconservador y poco querido. La semana pasada no pudo oficiar misa en el entierro de Carlitos Cajade, un cura que llevaba una obra importante en los barrios populares de La Plata, porque tuvo problemas con los fieles. En el ambiente católico platense, muy conmovido por la muerte de Cajade, hay manifiesta antipatía con Aguer por la hostilidad permanente a la que sometió al curita. Aguer no suele concurrir a los barrios humildes, pero habla de sexo cada vez que puede.
En una época atormentada por el Sida, la Iglesia Católica se lanzó a una absurda campaña contra el uso del preservativo. Es una campaña rígida que no admite argumentos sanitarios ni de seguridad sexual, no hay excepciones, ni la más mínima consideración a los millones de enfermos y muertos por el Sida. La furia de Aguer se desató porque en una escuela pública aconsejaron el uso del preservativo. El centro de todas las objeciones de la Iglesia a los proyectos de educación sexual está en ese tema sanitario elemental.
Como los Testigos de Jehová rechazan las transfusiones de sangre, la Iglesia Católica se opone al uso del preservativo. Tienen el derecho de no usar las transfusiones, pero no pueden negarse a que se enseñe para qué sirven. Y pasa lo mismo con la Iglesia Católica y los preservativos. Esta exhortación de la Conferencia Episcopal a los legisladores es similar a que los Testigos de Jehová pidieran que en la Facultad de Medicina no se enseñe la transfusión de sangre. No se trata de obligar a nadie a usar preservativos sino que se sepa para qué sirven. Es una obligación del Estado a la que ninguna institución religiosa tendría que oponerse.