PSICOLOGíA › ACERCA DE LA PAREJA HUMANA
El trompo de dos espaldas
Por Luis Chiozza*
La expresión “formar pareja” señala que a una pareja hay que formarla y, cuando se logra constituirla, cada uno de los dos que la forman transforma en ella su modo de vivir y de sentir la vida. El término “pareja” mantiene una inconveniente ambigüedad, porque alude a la condición de “par” y ocurre que, si en algún sentido una pareja es un par, se trata de un par complementario, que se constituye propiamente en razón de ser dispar. Frente a todo lo que un ser humano tiene en común con otro, esa diferencia podrá verse pequeña, pero sin asumirla plenamente no se puede formar bien una pareja. En cuanto a la cuestión, que en nuestros días despierta polémica, de si es posible constituir una pareja en una relación homosexual, sólo diré que una respuesta afirmativa lleva implícito que sus integrantes participan desde roles que, aunque se ejerzan en forma alternativa, sean complementarios.
Hemos visto innumerables veces que la forma en que cada ser humano intenta formar una pareja proviene de la experiencia que ha vivido frente a la pareja de sus padres. Es una influencia inevitable, que hasta se manifiesta a veces en el intento compulsivo de hacer precisamente lo contrario de lo que se ha visto en ellos. Comprender esas primeras experiencias infantiles nos enseña, además, que la pareja no se forma como un vínculo de dos sino de tres, porque ese niño que cada uno fue frente a sus padres, contemplando desde afuera algo que en ese momento sólo ocurre entre otros dos, perdura dentro de nosotros cada vez que nos unimos en pareja. Así se configura en cada pareja, y de modo inconsciente, un vínculo bicorporal pero tripersonal, en el sentido de que dos están allí físicamente mientras que el tercero está siempre implícito en la estructura misma de esa relación. El tercero que amenaza a la pareja, aunque permanezca inconsciente, de algún modo está siempre presente, y mantiene encendida una situación de celos que contribuye al interés erótico.
El suelo erótico sobre el cual se apoya una pareja, el sex appeal sobre el que se construye la familiaridad de un vínculo de cariño, se configura con la misma situación continua de celos y excitación que determina su inestabilidad. Es cierto que la pareja pierde uno de sus fundamentos principales si no cree en su propia estabilidad, ya que en su constitución interviene la necesidad de confortar el ánimo al disminuir, o negar, el sentimiento de inseguridad que siempre nos acecha. Sin embargo, en la medida en que no se tiene un cierto grado de conciencia de esa inestabilidad inevitable, es difícil realizar una buena pareja. Del mismo modo que la estabilidad de un trompo que se mantiene erguido apoyado sobre una punta fina depende de la velocidad con la cual gira, la estabilidad de una pareja es un equilibrio dinámico que se mantiene gracias a una cierta plasticidad para el cambio. Sin esa plasticidad la pareja se arruina y, si perdura, carece de la vitalidad necesaria para ser saludable. Una pareja sana evoluciona y cambia, y se mantiene como tal porque se reconstruye cotidianamente; que es como decir que se “recontrata” de un modo permanente.
Ti voglio bene
Es difícil hablar del amor en la pareja sin producir equívocos, porque con la palabra “amor” se designan tantas cosas, y tan distintas, como para que sea mejor describirlas, en lugar de referirnos a ellas con ese nombre genérico. Hablamos de la amistad y del cariño que se construyen con los años y con los recuerdos compartidos. Hablamos de la familiaridad y de la confianza que genera la convivencia estrecha. Hablamos del compañerismo que surge cuando se tienen las mismas necesidades, intenciones y proyectos. Hablamos de los deseos de una unión genital, y también del deseo de estar cerca, o de ser consolado, acariciado y confortado. Hablamos de los dos grandes afrodisíacos que conducen al orgasmo: el ángel de la ternura y el demonio de las fantasías perversas. Hablamos de las impatía que nace en un instante dado en la ocasión de una mirada, un gesto, una actitud, y de la excitación que se experimenta frente a la desenvoltura de una conducta erótica. Hablamos de la aceptación de nuestra persona, tal cual es, implícita en la sonrisa con la cual nos estiman. ¡Y a toda esa diversidad la llamamos “amor”, con una misma palabra! Digamos, sin ánimo de definición, que el amor adquiere en muchos casos la apariencia de una figura esquiva, inalcanzable, y que en otros se nos presenta como una cierta forma de “iluminación”, momentánea y transitoria. Produce entonces una sensación de curiosidad, respeto y maravilla, que nos lleva a ubicarlo en el lugar de lo sublime.
Se suele afirmar que “el amor no dura”, significando con esto que el entusiasmo de un amor apasionado se agota en un vínculo perdurable por obra de un desgaste producido por la familiaridad, el abuso de confianza y el trato cotidiano. La aparente incompatibilidad entre la maravilla del amor, supuestamente dirigido hacia lo excepcional, y la pretendidamente opaca cotidianidad de un matrimonio desaparece cuando se conserva la capacidad de reencontrar lo nuevo en lo habitual. A la inversa, la imposibilidad de reencontrar la curiosidad y el placer en un vínculo que perdura conduce al anhelo de un amor embriagador cuya figura, antítesis precisa de la frustración que se vive, no debe ser confundida con el amor sublime.
La palabra “querer” señala, en cambio, un deseo posesivo. Los italianos atemperan este significado utilizando la expresión ti voglio bene, es decir, “te quiero bien”, lo cual revela que hay una forma mala del querer. Lo cierto es que cuando queremos una rosa solemos ponerla en un florero, y que cuando la amamos la dejamos vivir en la planta de la cual forma parte. El que ama con cariño cuida y protege al objeto de su amor. Y puede hacerlo gracias a una experiencia de carencia –actual o pretérita– que le permite identificarse con los sentimientos análogos del prójimo. La imposibilidad de poner fin a las propias carencias suele ser uno de los más fuertes motivos del deseo de ayudar. Por un mecanismo análogo solemos hacer muy buenos regalos en las circunstancias en que, inconscientemente, deseamos recibirlos. No sólo hay en ese gesto de cariño una fantasía mágica de inducir en el otro una conducta análoga (que, por este medio, casi nunca se cumple): hay también capacidad de identificación con el deseo ajeno, ternura, amistad y sublimación.
Quién le teme
Un matrimonio no sólo se mantiene por vínculos de amor. Un vínculo en el que predomina el odio también puede ser una prestación de servicios: hay parejas que perduran porque cultivan un campo de guerra que les permite descargar el odio recíproco en una magnitud que, fuera de allí, nadie toleraría. Esta circunstancia engendra en tales matrimonios una tolerancia al odio que mantiene el vínculo. Podemos mencionar tres buenos ejemplos: la obra de teatro Quién le teme a Virginia Wolf, la novela de Simenon El gato, llevada al cine con Jean Gabin y Simone Signoret, y la película La guerra de los Roses.
El matrimonio es un sacramento que ocurre aun más allá de la doctrina religiosa que lo sustente y de la ceremonia que habitualmente lo celebra. Es un sacramento en tanto constituye una misteriosa transformación irreversible que modifica las almas más allá de un propósito o un compromiso formal. Los cónyuges pueden separarse y el matrimonio se puede arruinar, pero no se puede “deshacer” completamente, ya que sus efectos perduran.
Es obvio que, como lo ha señalado Bernard Shaw, la palabra “monogamia” no designa la circunstancia de una sola mujer o un solo hombre en la vida: se trata de sólo una, o sólo uno por vez, en relaciones que se establecen con el ánimo de ser “para siempre”. No es lo mismo sacar de la valija sólo lo imprescindible para pasar la noche en una habitación de hotel, que establecerse, acomodando todo, en una casa nueva, sin perjuicio de que, la experiencia lo muestra, uno pueda mudarse. Que el ánimo de ser “para siempre” se concrete en una buena relación conyugal “para toda la vida” es difícil pero no es insólito. La dificultad no sólo proviene, como se ha señalado, del hecho de que la duración de la vida se ha prolongado en la última centuria, sino, sobre todo, de que en el desarrollo de sus vidas ambos cónyuges suelen evolucionar de maneras muy diferentes. La historia convivida puede funcionar como una argamasa, pero muchos matrimonios perduran gracias a que niegan la parálisis, la dependencia neurótica y el deterioro en que viven inmersos.
André Maurois señalaba, de manera un tanto cínica, que un matrimonio vive al nivel del más mediocre de los cónyuges. De la confluencia de las capacidades de ambos cónyuges dependerá en definitiva la vitalidad del vínculo. Un vínculo es vital cuando sus integrantes conservan la capacidad de enriquecerse mutuamente y de encontrar lo nuevo en lo habitual. Si es cierto que, como dice Ortega, el amor se apoya en el interés y en la curiosidad, la permanencia de esas mismas virtudes ha de ser esencial en el amor duradero. Esto no quita su verdad al hecho de que, en el fondo de las tendencias polígamas que operan en otras culturas (y que funcionan gracias a la posibilidad de ¡reencontrar lo habitual en lo nuevo!), operan el interés y la curiosidad.
Dado que los cambios son inevitables y continuos, la pareja permanece estable gracias a que cotidianamente se vuelve a suscribir, implícitamente, el contrato que la constituye. Importa destacar que, junto a lo que conscientemente se contrata, existen condiciones inconscientes esenciales que se dan por convenidas. Son precisamente esos convenios implícitos, que sólo se hacen manifiestos cuando no funcionan de acuerdo con lo que se había supuesto, los que llegan a poner en crisis la estabilidad del vínculo. ¿Debemos concluir que una pareja debería constituirse con alguna forma de contrato donde se contemple la mayoría de las vicisitudes posibles? Evidentemente no es posible, pero admitamos que una cosa es ignorar cuál será la posición que adoptará el consorte frente a un determinada circunstancia de la vida, y otra cosa, muy distinta, es saberlo y negarle su importancia, con la esperanza torpe de que, llegado el momento, se logrará torcer su voluntad.
Celada
La actividad genital gratificante minimiza la antipatía que surge de las diferencias de estilo y constituye un sólido fundamento para la unión de una pareja, pero es necesario comprender que las relaciones genitales “buenas” dependen de una buena elaboración de los celos. Especialmente importante será elaborarlos cuando una pareja se constituye con dos personas que ya han recorrido un trayecto importante de sus vidas y conservan vínculos entrañables con antiguos cónyuges, con hijos, con familiares o con amigos de antaño, ya que una pareja no puede unirse bien cuando alguno de sus integrantes debe omitir manifestar frente al otro una parte importante de sus afectos profundos.
Sostuvimos antes que los celos constituyen un ingrediente ubicuo que contribuye a la excitación erótica, pero esos mismos celos, cuando adquieren una determinada intensidad y cualidad, tienden a destruir el vínculo genital. Tal condición destructiva se alcanza cuando los celos dan lugar a un malentendido que configura, en el vínculo, un círculo vicioso de retroalimentación positiva que genera cada vez más de lo mismo. Por ejemplo, cuando un cónyuge se muestra desaprensivamente insensible frente a los celos del otro y hace poco para tratar de evitarlos, es porque sufre por sus propios celos, aunque en su conciencia lo niegue, y porque siente, en el fondo, que es la verdadera víctima. A veces a esto se agrega, iniciando el círculo vicioso, el intento de mantener sus propios celos negados mediante el recurso de hacerse celar, y otras veces se añade como condimento, generalmente inconsciente, el placer de la venganza. Se admite que la envidia suele ser muy daniña, y quien la sufre no suele despertar simpatía; de los celos, en cambio, suele pensarse que son un testimonio del amor, y suelen confundirse con el celo con el cual debe cuidarse todo aquello que se ama. Sin embargo, los celos y la envidia, como dos caras de una misma moneda, comparten una identidad de origen. Los celos parten del sentimiento de que somos incapaces de satisfacer las expectativas de la persona amada y, por tal motivo, se comprende muy bien que no sólo nos torture el temor a perderla, sino que, además, suframos sintiendo que esa persona amada y celada ya no nos satisface como, seguramente, satisfaría a quien, con méritos mejores, nos sustituyera. Y, frecuentemente, el hecho de que, en algunos sectores de la convivencia, podamos satisfacer necesidades importantes de la persona amada, no nos convence de que satisfagamos por ello la parte más importante de sus expectativas. La autoestima dañada reclama entonces un testimonio convincente de que somos casi todo lo que nuestro consorte necesita para disfrutar de la vida, y, cuanto menos confiamos en lograrlo, con mayor insistencia reclamamos. Suele establecerse de este modo, a partir de una extrema dependencia inconsciente, un círculo vicioso de reproches y reclamos que se retroalimenta hasta conducir, si otros factores no lo interrumpen, a la ruptura del vínculo.
* Extractado del libro Las cosas de la vida. Composiciones sobre lo que nos importa, que distribuye en estos días Libros del Zorzal.