EL PAíS › OPINION

Pulgares arriba, índices acusadores

 Por Mario Wainfeld

Haber bajado el índice de desempleo a un dígito, aun computando una serie de cortapisas que ya se enumerarán, es un logro ponderable de política económica. La equidistancia induce a reconocer que los cimientos se construyeron en el momento más oscuro, durante el gobierno de Eduardo Duhalde. Pero es claro que el núcleo del resultado, que hoy será blandido en triunfo ante el Congreso por el presidente Néstor Kirchner, compete a su gestión. Es más que verosímil que eso lo acerque a una revalidación sin precedentes. Llegar a la reelección (o al pase a Cristina Fernández de Kirchner, a estos fines tanto da) de manos del voto popular, como Yrigoyen, Perón o Menem, pero con la peculiaridad de doblar los votos propios acumulados para acceder al primer mandato.

“Ocho coma siete”, se relamerá el oficialismo. “Diez coma uno”, le replicarán, señalando que es capcioso incluir como trabajadores empleados a los beneficiarios de planes sociales. La polémica vale la pena y seguirá. El Gobierno no dará el brazo a torcer, en tanto irá por bajar ese diez coma uno a un dígito.

Roberto Lavagna también podrá reivindicar su cuota parte del mérito, pero hay un punto que dividió aguas entre el Presidente y su ex ministro: el de decidir jugando al crecimiento a todo lo que da. La idea–fuerza de Kirchner tiene insumos clásicamente peronistas: la reparación social es urgente, la aprobación democrática se construye pari passu con la mejora de las condiciones de las mayorías. A ese razonamiento, sencillo pero no banal, el Presidente añade otro saber acunado en el siglo XXI: por un tiempo amaneció una nueva gobernabilidad no jaqueada por el ceño fruncido de los organismos internacionales, sino por la bronca de “la gente”. Los consensos necesarios para sustentar un gobierno son diarios y volátiles. Frenar el crecimiento es, para tal manual, un riesgo enorme o una tentativa de suicidio.

- Los costos de crecer: “Nos hacemos cargo de los costos de crecer así, incluido un piso de inflación inevitable a esta velocidad”, confiesan, intramuros las primeras espadas del Gobierno, en la Rosada y en Economía. “Con la actual estructura productiva no es posible uno inferior.”

“¿Cuánto es ese piso?”, indaga Página/12. “Lo que hay, diez por ciento anual”, un tope que, bajo el cono del silencio, se expande hasta el doce y nada admite acerca de la eventual manipulación de índices en el Indec. Los topes superiores, arguyen con buenos fundamentals, están dados por la robustez de la economía, los superávit gemelos, la solvencia fiscal, la recuperación de la iniciativa estatal.

- La discusión que se viene: “La inflación no se va a disparar, todos los actores están más sensatos que hace unos años”, musitan al unísono en Economía y en Trabajo. A partir de ahí, sigue el coro, pero las voces pasan a sucederse en canon. “A los empresarios los domesticó Kirchner –dice un incondicional de Miceli–, en 2006 nos venían con listas de precios con 30 por ciento de aumento, ahora son mucho más cautos.” “Los sindicatos tampoco se zarparán –profetizan muy cerca del ministro Carlos Tomada–, las discusiones paritarias se encarrilarán entre un piso del 10 por ciento marcado por la inflación predecible para 2007 y el 19 que fue pauta el año pasado.”

Las convenciones comienzan ya. En marzo se sientan a la mesa algunos sindicatos relevantes como la Construcción y Bancarios. Hugo Moyano tendrá su turno a partir de abril, el oficialismo lo munió de un tubo de oxígeno tras los sucesos de San Vicente y espera correspondencia. Los baqueanos del sector observan que el camionero ha perdido peso relativo dentro de la CGT y ha sufrido un desgaste político.

El clima que anticipa las paritarias no evoca al de un año atrás. Ni siquiera la derecha más enragée predice la inminencia de un carnaval de aumentos, un rodrigazo o una explosión laborista.

Podría suceder, utopiza Página/12, que de cara a las paritarias ciertos roles se mutaran: los empresarios y sus consultores asilados en la santidad de los índices oficiales y los gremialistas denostándolos por esconder la real inflación. No sucederá, le replican verosímilmente en oficinas de Gobierno. Es la política, cronista.

Quedan enigmas subsiguientes, por ejemplo a cuánto se elevará el salario mínimo vital y móvil cuando Kirchner ordene convocar, por un ratito, al Consejo del Salario con una cifra en la cabeza, seguramente una que tenga una lectura edificante como el índice anunciado ayer.

- Indices acusadores: “Mire qué mala pata, anunciamos este índice y justo ocurre en medio del escándalo del Indec”, se congratula igual un funcionario que, en condición de minoría irrisoria, reconoce que el Gobierno se ganó ese baldón por méritos propios. El desarreglo producido dentro del Indec salpicará a esta gestión y a las sucesivas, pero en el Gobierno prima la idea de que es un mínimo daño colateral. Es más, cunde un discurso que prorroga la descalificación de varios técnicos del instituto a su propio titular, Lelio Mármora. “No es un especialista en índices, sólo en temas de población”, enumeran en un calco paladines del oficialismo, lo que (conociendo lo que sucede cuando el kirchnerismo habla en cadena) vaticina vientos de fronda para Mármora, quien sigue ausente del espacio público por estrés. Kirchner vela las armas para anunciar que el país pasó del infierno al purgatorio, una transición mensurable en base a indicadores más subjetivos que los que venimos trillando.

- Desafíos: Una agenda que incluye aumentos de salarios, convenciones colectivas, previsiones de crecimiento y que incorpore el ítem de la distribución del ingreso es un cambio sideral en la cultura política. Una adquisición de la sociedad entera, pagada con enorme sacrificio muy mal distribuido. Pero también un aporte del Gobierno que viró el rumbo y los ejes de discusión mientras construía poder político, sustentabilidad fiscal y un horizonte de crecimiento.

El debate acerca de cuánto tributa la actual coyuntura a la determinación oficial y cuánto al contexto favorable admite variadas respuestas posibles. Ninguna podría negarle los méritos de haber armado una caja robusta, de haber tornado irrelevante el financiamiento externo y de haber restaurado el peso del Estado y de la política.

A esta altura de una columna sobre estos tópicos pasa a ser de rigor hablar de las asignaturas pendientes. El cronista reniega de esa expresión, al menos por dos motivos. El primero es que detesta esas metáforas congeladas que se arrogan indebidamente el ingenio de quien las inventó. El segundo (no en importancia) es que hablar de asignaturas pendientes parece remitir a una secuencia preconcebida, a un saber que contenía el escenario actual. Los problemas vigentes, empero, tienen mucha novedad no contenida en odres viejos ni previstos en recetarios ya escritos. La coalición entre el Gobierno y la CGT, muy tributaria de un viejo paradigma keynesiano no repetible, está escasa de respuestas para fenómenos de nueva generación como la desigualdad en el interior de la clase trabajadora. La CGT, por caso, carece de discurso y de práctica reivindicativa respecto de los movimientos de desocupados y de un extendido seguro por desempleo. Por limitaciones, a veces por egoísmo, se reitera en sus viejas herramientas. En su praxis el Gobierno no la supera por mucho.

Es un lugar común, de bienvenida resurrección, preocuparse por la desigual distribución del ingreso. La desigualdad es, de cualquier modo, mucho más expandida y dolorosa: concierne a ingresos, a perspectivas de futuro, a competencias. Las desigualdades de cuna que signan el futuro de millones de pibes son las más flagrantes en bastante más de medio siglo. Promover a los sectores más desprotegidos, generar nuevos beneficios sociales universales son acciones quizás imprescindibles, ajenas a la cartilla de la entente que impulsó la actual gobernabilidad, exitosa en muchos rubros. No es una asignatura pendiente que les falta cursar, es algo más peliagudo: un desafío de época que exige nuevos saberes y un salto de calidad.

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Carlos Tomada, ministro de Trabajo.
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