Lunes, 26 de mayo de 2008 | Hoy
ESPECIALES › SUPLEMENTO 21º ANIVERSARIO
Por Ricardo Forster*
En política los ámbitos de disputa suelen desplazarse continuamente. A veces se trata de dirimir intereses sectoriales como si fueran colectivos; otras, núcleos simbólicos que parecen hundir sus raíces en el pasado fundacional de la Patria (así, con mayúsculas, como se pronuncia cuando se dice ser heredero de los genuinos padres fundadores) que son retomados precisamente por aquellos que buscan ofrecerse a sí mismos como garantía de la nacionalidad. Cuando es esto último lo que sucede, nos enfrentamos a una verdadera batalla que atraviesa lo retórico, que se detiene a “reinventar” un pasado a su medida y que persigue destituir cualquier otro relato que no sea el suyo del altar de la nación. En un sentido u otro, toda historia nacional constituye un campo de batalla que no sólo compromete al pasado narrado sino que, fundamentalmente, define el horizonte que se mira desde el presente. Por eso, cuando hablamos de la patria, cuando utilizamos a mansalva sus símbolos, cuando nos arropamos en los colores de la bandera o cuando nos ofrecemos como la “reserva moral de la nación”, estamos actuando políticamente, es decir, estamos disputando el poder.
Y de eso se trata en estos días argentinos; días de conflictos sectoriales que se ofrecen, nuevamente, como si fueran la expresión misma de los intereses compartidos de todos los habitantes de este suelo feraz. Cuando el estanciero Llambías habla de la Patria, lo hace invisibilizando una parte enorme de la sociedad y de la historia; cuando se pone la escarapela para reafirmar la condición patriótica de las entidades y de los hombres “del campo”, lo hace para dejar en claro que el Gobierno no representa la nacionalidad, que carece de esa legitimidad que viene del fondo azul y blanco de la historia y que ha sido primero sembrada y luego cosechada en las estancias de la Patria. En la retórica de la Sociedad Rural o en la de Carbap casi no hay diferencia entre las palabras “campo” y “Patria”; para el relato de los dueños de la tierra la patria hunde sus raíces en la labor de unas pocas familias patricias que han dado sus nombres a las calles de las ciudades argentinas y que han contribuido a escribir su historia (una historia en la que la violencia, la explotación, el genocidio de las poblaciones nativas, el desamparo de los peones, los múltiples negociados hechos siempre en nombre del conjunto de los argentinos y, claro está, de la patria, han sido prolijamente borrados de ese relato fundacional y luego expandido como una verdadera mitología). Los relatos de la historia nunca son inocentes; escuchar atentamente lo que tienen para decirnos es un modo de comprender lo que nos ha sucedido y lo que nos sigue aconteciendo allí donde el modo de describir los destinos de la nación define lo que se quiere hacer con la actualidad.
Durante mucho tiempo aprendimos, desde niños, a imaginar esa Patria nacida tranqueras adentro, de la misma manera que siempre nos dijeron que ésta había sido una tierra pródiga y libre que esperó con los brazos abiertos la llegada de los inmigrantes de “buena voluntad” (nada de anarquistas o de socialistas) que vinieran a trabajarla. Nadie nos contó de los latifundios, de la extraordinaria dureza con la que fueron tratados los trabajadores rurales, de las tierras áridas a las que fueron a parar muchísimos de esos inmigrantes que acabaron por irse a las ciudades o regresando a su antigua pobreza allende el Atlántico. Pero nos siguieron hablando de la Patria, de sus símbolos y cada fiesta patria se pusieron y nos hicieron poner la escarapela. De ese modo, junto con la casita de Tucumán, Belgrano y la bandera, San Martín y el cruce de los Andes, los verdaderos creadores y constructores de la Patria fueron los que hoy son sus herederos en la Sociedad Rural o, por las paradojas de la política, de la Federación Agraria que, en un inusual gesto de olvido histórico, ha preferido hacer borrón y cuenta nueva de su propia narrativa, de sus propios sufrimientos en manos de los que hoy son sus aliados. Todos juntos son “el campo y la Patria”; todos juntos se ponen la escarapela; todos juntos se lanzan a partirle el espinazo a otro modelo de país que osa cuestionar sus privilegios y su colosal renta; todos juntos salen a piquetear por las rutas argentinas para demostrar que ellos son la “reserva moral” de una nación que tiene que recuperar sus “verdaderos valores” extraviados en medio de tanto populismo anacrónico.
Un relato de la historia en el que nunca aparecen los derrotados, en el que todos los argentinos somos usufructuarios de los bienes producidos en el campo, en el que se entremezclan hasta alcanzar la indiferencia semántica palabras como “trabajo”, “honestidad”, “patria”, “valores”, “riqueza”, etc. Como si en el afuera de la tranquera estuviera lo impuro, lo que desde los albores de la nacionalidad amenaza nuestra esencia. Resulta insólito que en la actualidad volvamos a escuchar un discurso que parecía en parte disuelto como una pesadilla que había sido dejada atrás desde el retorno de la democracia. Pero lo reprimido retorna, lo que estaba allí, agazapado, vuelve a vociferar su mirada del mundo, su convicción de ser los dueños de la tierra, es decir, del país.
En torno de los discursos de la patria, acelerados hoy por el conflicto agropecuario y por la agudización de modelos antagónicos de país, se van dirimiendo no sólo las cosas del pasado sino, también, los horizontes del futuro. Discutir esas diversas narrativas no es cosa de historiadores ni de eruditos, es, ni más ni menos, cosa de lo público, es decir, del pueblo que no se reduce a la “gente del campo”. Es, también, poner al descubierto las desigualdades, las carencias, el lugar de cada quien en la historia y en el presente; es, tal vez, acercarnos a un nuevo 25 de mayo en el que, como hace tiempo no sucedía, volvamos a discutir qué tipo de sociedad queremos saliéndonos de las retóricas grandilocuentes que empiezan y terminan en una escarapela que sólo sirve para ocultar una vez más las hondas injusticias que nos atraviesan.
* Ensayista, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
Publicada el 19 de mayo de 2008.
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