Lunes, 26 de mayo de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por José Natanson
Lo repitieron los líderes de las organizaciones del campo y lo ratificaron la convocatoria y la escenografía. Con tractores amarillos, gauchos de sombrero y el Monumento a la Bandera de fondo, el acto en Rosario se reivindicó federal, con la derogación de un impuesto centralista –las retenciones– y un cambio en el reparto de la torta, para que el dinero “vuelva” a las provincias, como principales reclamos. La cantante Soledad avisó que no podía ir, pero no faltaron guitarras y payadores.
Conviene comenzar despejando una confusión recurrente. Pese a la voluntad de los organizadores de encarnar con su protesta los reclamos de la Argentina profunda, el de ayer no fue un acto del interior, o al menos no de todo el interior: ni los aceituneros de Catamarca ni los yerbateros de Corrientes ni los viñateros de Mendoza ocuparon un lugar protagónico. Pueden estar, por supuesto, pero el liderazgo, como ha quedado más que claro en los últimos meses, corresponde a los productores de la pampa húmeda, esa extensa pradera que abarca a casi toda la provincia de Buenos Aires, el centro y el sur de Santa Fe, el sureste y centroeste de Córdoba, medio Entre Ríos y un tercio de La Pampa, a la cual se han ido sumando otras regiones, pampeanizadas en términos económicos, productivos y de rentabilidad: parte del Chaco, San Luis y Santiago del Estero. Aclarado este punto, cabe preguntarse si la Argentina es efectivamente un país tan centralista, si las grandes perjudicadas son las provincias y si el federalismo es una ilusión que sobrevive apenas en las canciones de Don Atahualpa.
El régimen federal, tan viejo como el país, se ha ido modificando a lo largo de los años. Desde el punto de vista fiscal, la ley de coparticipación, que establece la forma en la que la masa de recursos se distribuye entre la Nación y las provincias, se fue transformando desde su sanción en 1988, con sucesivos parches tapahuecos a lo largo de los años. El resultado es un amasijo de normas y decisiones que sólo unos pocos conocen realmente.
Pero en medio de esta confusión sobresale un dato muy claro: hoy el gobierno nacional se queda con más recursos que en cualquier otro momento de la Argentina moderna. Antes del golpe del ’76, el total de la recaudación impositiva se repartía en un 50 por ciento para la Nación y el otro 50 por ciento para las provincias. Durante el gobierno de Raúl Alfonsín, en un contexto de debilidad presidencial, las provincias llegaron a apropiarse del 56 por ciento. Hoy la Nación se queda con el 70 por ciento y las provincias con el 30, lo cual se explica por el incremento de los recursos derivados de impuestos que no se coparticipan, como el impuesto al cheque (14 mil millones de pesos recaudados en el 2007) y las retenciones, que generan el 14 por ciento de la recaudación.
La centralización fiscal es innegable. Del mismo modo, la concentración de funciones en la figura del presidente contribuye a reforzar el poder central: la ley de superpoderes, por la cual el jefe de Gabinete puede reasignar partidas presupuestarias sin aval legislativo, implica una usurpación de funciones del órgano de representación federal, el Congreso, y un fortalecimiento de la discrecionalidad de la Casa Rosada. Los frecuentes decretos de necesidad y urgencia refuerzan esta tendencia.
Se trata en ambos casos de fuerzas centrípetas que debilitan el régimen federal, pero que no son las únicas que operan en un sistema más complicado de lo que menudo se piensa.
Como se sabe, la Argentina nació de la suma de Estados preexistentes, a la manera de Estados Unidos, México o Suiza, y no como resultado de la consolidación de un único poder central, como Chile o Uruguay. Comparte con otros países federales un Senado en el que todas las provincias tienen la misma presencia, lo que obviamente redunda en una sobre-representación de los distritos chicos que, en el caso argentino, se ve incrementada por las diferencias poblacionales: cada senador de la provincia de Buenos Aires representa a casi cuatro millones de habitantes, mientras que cada senador de Tierra del Fuego responde a 35 mil. Los perjudicados son los distritos grandes –Buenos Aires, Capital, Córdoba y Santa Fe–, en una proporción superior a otros países: el ratio entre la mejor y la peor unidad federal representada es 85 a 1 en Argentina, contra 66 a 1 en EE.UU. y 13 a 1 en Alemania.
En los últimos años, el carácter federal de la representación se ha ido acentuando como resultado de la tendencia a la territorialización de la política. Ya no existen partidos auténticamente nacionales y el único que se asemejó a ello, el peronismo, es en realidad una confederación de liderazgos, estructuras y cacicazgos provinciales. Esto es consecuencia de decisiones del gobierno nacional, como la autorización para que los gobernadores desdoblen las elecciones provinciales de las generales, lo cual obviamente refuerza el carácter distrital del voto. Pero también es resultado de dinámicas locales: el politólogo Ernesto Calvo contó 33 reformas constitucionales y 45 reformas electorales importantes en las provincias en las últimas dos décadas, muchas de las cuales incluyeron la habilitación de la reelección del gobernador. En todos los casos, tendieron a fortalecer a los gobiernos provinciales. En general, entonces, se ha producido una creciente autonomización de los sistemas políticos provinciales respecto del nacional, definiendo una paradoja: los gobernadores podrán tener comparativamente menos recursos que en el pasado, pero se han fortalecido políticamente.
Por otra parte, las reformas neoliberales cedieron a las provincias una serie de funciones hasta entonces reservadas a la Nación. La educación primaria fue transferida durante la dictadura y la educación secundaria y la salud durante el menemismo. Como escribieron Oscar Cetrángolo y Juan Pablo Jiménez en la Revista de la Cepal, el resultado es que el gasto de la Nación se destina sobre todo a los temas del pasado –pagar jubilaciones, sostener el sistema de salud de la tercera edad (el PAMI) y ocuparse de la deuda externa, es decir derechos adquiridos de difícil reformulación–, mientras que las provincias destinan el grueso de sus recursos a salud y educación: no a los problemas del pasado, sino a los temas del futuro.
Esta combinación de tendencias hacia el centro y hacia la periferia confirma la idea de que un régimen federal no es un tratado cerrado de una vez y para siempre, sino un proceso dinámico de acuerdos incompletos. Más que una foto, es la película de una negociación permanente, en la que las cosas pueden cambiar en cualquier momento. En la crisis del 2001, por ejemplo, los gobernadores decidieron imprimir bonos –los patacones bonaerenses, los lecor cordobeses o los bocanfor formoseños–, desatando un festival de cuasimonedas que en algún momento merecerá un desagravio, pues permitió mantener una base mínima de intercambio y consumo en momentos de recesión, pero que esencialmente implicó que las provincias asumieran una función propia de la Nación, como es la impresión de moneda. En esta película es posible identificar hoy un dato central. Como ya dijimos, la Argentina se fue centralizando desde el punto de vista fiscal, pero descentralizando desde el punto de vista político y funcional. El resultado es una disparidad entre gastos e ingresos. Si sólo el 30 por ciento de la recaudación va a las provincias y el 70 queda para la Nación, el reparto del gasto es muy diferente: el 40 por ciento del gasto público total es ejecutado por las provincias, el 10 por ciento por los municipios y sólo el 50 por la Nación. Esta diferencia –la Nación se queda con el 70 por ciento de los ingresos, pero gasta el 50 por ciento de los recursos– es la base de la disputa entre el gobierno federal y las administraciones provinciales.
Lo discutible es que el tironeo deba concluir con más beneficios para los chacareros pampeanos o pampeanizados. En un completo estudio sobre el impacto regional del crecimiento de los últimos años, Francisco Gatto concluyó que la recuperación económica posconvertibilidad benefició sobre todo a las provincias ricas y a las zonas más prósperas dentro de ellas, pero que apenas ha llegado a los rincones más castigados del país. La distribución geográfica del PBI es más o menos igual que antes de la crisis, lo que implica que el ciclo de crecimiento económico iniciado en el 2003 no ha logrado reequilibrar el mapa económico de la Argentina. Hoy como ayer, el producto per capita es el doble en Santa Fe y Córdoba que en Santiago del Estero y Formosa.
Si de federalismo se trata, los líderes del campo podrán cuestionar ciertas concepciones del gobierno K, como el hecho de que el secretario de Agricultura pertenezca a una provincia en la que la agricultura carece de importancia. Pero la idea de que lo recaudado no vuelve a las provincias es ilógica: si se gasta, el dinero forzosamente irá a algún lugar del territorio nacional, a una u otra provincia. Lo que se puede criticar, en todo caso, es cómo y en qué se gasta: por ejemplo, el hecho de que sea el polémico tren bala una de las principales obras de infraestructura anunciadas por Cristina Kirchner.
Pero esto no implica que la pampa húmeda salga perjudicada en el reparto general. Desde el punto de vista territorial, el problema de la Argentina no radica allí, sino en el Nordeste, sobre todo el norte de Formosa y la selva chaqueña, el Noroeste, especialmente el norte de Salta, Jujuy y el Gran Tucumán y, por supuesto, el conurbano: aunque algunas áreas del primer cordón empujan los promedios hacia arriba, se trata en general de una zona golpeada por la pobreza, con déficit de infraestructura largamente acumulados y bolsones de miseria africana. Sigue siendo el principal problema social del país, aunque ninguno de sus habitantes haya ocupado un lugar en la primera fila del acto federal en Rosario.
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