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Un artista en la encrucijada argentina
En un país medianamente normal, Adolfo Aristarain hubiese filmado una película por año. En la Argentina apenas ha concretado nueve en los últimos veinticuatro años, dos de ellas por encargo, cuando comenzaba su carrera y era capaz de hacer películas impersonales con tal de vivir del cine. En las siete restantes, un corpus compacto, en que sobresalen su talento narrativo y sus huevos, ha ido describiendo una realidad por momentos desquicidada hasta construir un fresco. Ese fresco es un espejo deformante, que duele, pero en el que necesariamente terminamos mirándonos.
En sus films durante la dictadura –La parte del león, de 1978, Tiempo de revancha, de 1981, y Ultimos días de la víctima, de 1982–, Aristarain contó docenas de cosas que pasaban debajo de lo que salía en los diarios, en un registro minucioso, como con conciencia de posteridad. A los ojos de la historia resulta realmente raro que películas en que un gremialista se cortaba la lengua para no hablar en la tortura y un asesino a sueldo recibía encargos en una dependencia oficial hayan burlado a la censura. Pero así fue: evadieron ese cerco al ser autorizados sus estrenos y una vez en los cines a los militares, que en ambos casos se enojaron tarde, no les quedó mas remedio que aceptar que era preferible que se viesen al escándalo de prohibirlas.
El ciclo de sus films en democracia –Un lugar en el mundo, de 1991, La ley de la frontera, de 1995, Martín (H), de 1997, y Lugares comunes, de 2002– no es luminoso ni esperanzador. Acaso porque no filmó en la Argentina en los años del optimismo democrático, ya que se dedicaba por entonces a dirigir “Las aventuras de Pepe Carvalho” para la TV española y a idear películas que nunca rodaría, Aristarain dejó marcado a fuego en sus guiones el concepto de que el problema no es quien gobierna, sino aquello que llama “El sistema”. Nunca eso quedó tan explícito –aunque el suyo es un cine lleno de bajadas de línea– como en el diálogo que las parejas de la foto de la nota de arriba mantienen durante una cena. Cuba demostró, recuerda el personaje de Federico Luppi, que se puede hacer una revolución y bancarla.
Sí, está bien: en las películas de Aristarain se habla mucho. Sí, claro, Luppi hace de Luppi, que acaso signifique hacer de Aristarain. Sí, tienen razón: Lugares comunes puede ser leída como un rompecabezas armado con pedazos de sus otras historias. Pero hay algo que cualquiera de estas verdades no alcanza a rozar y es que Aristarain ha construido una estilo, nutrido de esos y otros elementos, ideal para decir el puñado de cosas que siente que debe decir. Lugares comunes, probablemente: que le duele el país, que lo sublevan las injusticias, que cree en los ideales perdidos de la Revolución Francesa, que está harto del vacío de los discursos, que no confía en las instituciones ni en los bancos y, desde antes de diciembre, que entiende al amor de pareja como un salvavidas en el naufragio del ser, que sigue escribiendo Revolución con mayúsculas, que no está ni estará de acuerdo con que el hombre explote al hombre amparado en los usos y costumbres.
Una vez, en un festival internacional, Aristarain estuvo a punto de no ganar un premio porque un crítico polaco, se empeñaba en sostener que era imposible distinguirlo porque... su cine emocionaba. Tenía razón, en algun sentido. El cine de Aristarain –a despecho de su solvencia técnica: nadie narra como él aquí, al sur de todo– tiene la extraordinaria virtud de conmovernos, de dejarnos la conciencia llena de preguntas, de recordarnos que llamamos artistas a quienes pueden expresar por nosotros aquellas cosas que suelen quitarnos el sueño.