ESPECTáCULOS › “IDENTIDAD”, DE JAMES MANGOLD, CON RAY LIOTTA Y JOHN CUSACK
Como el motel de Bates, sin Hitchcock
Por Martín Pérez
“¿Para esto me operé?” Alguna vez, un Charly García siempre rápido para las frases contundentes acuñó esta pregunta retórica como definición de un fiasco. Nada mejor entonces para resumir este meta-thriller de James Mangold, subproducto de un amplio armario de baratijas cinematográficas abierto cual caja de Pandora por films como Los sospechosos de siempre y similares. Películas que abrevan de los géneros, pero sólo para comerse mejor a su público. Aun cuando Identidad sea el mejor ejemplo de una película que, en realidad, no hace más que devorarse a sí misma.
Con dos comienzos al precio de uno, que terminarán combinándose en su acto final, el film de Mangold arranca primero en el despacho de un psicólogo y luego en una carretera perdida en medio de una tormenta. Un camino que sólo conduce hacia un motel de aspecto siniestro, en el que se apiñarán huéspedes casuales del más diverso linaje. A saber: una estrella de cine venida a menos, un chofer que lee a Sartre, un policía y su preso peligroso, una prostituta escapando de su oficio, una parejita nerviosa y recién constituida, y una familia tipo, shockeada por un accidente. Y no hay que olvidar en este recuento al desagradable dueño del hotel, por supuesto.
Con John Cusack como el chofer existencial con su ejemplar de El ser y la nada bajo el brazo, y Ray Liotta como el policía con cara de muy pocos amigos, cuando Identidad es la película que no quiere ser, es cuando más se la disfruta. Con una narración afilada, cínica y contundente, la presentación de los personajes y su encierro en el motel no es algo original, pero funciona, entretiene y anuncia un cierto clima. Y cuando los huéspedes aislados en medio de la nada comienzan a morir de uno en uno, alguien recuerda incluso haber visto algo parecido en una película. Es justo entonces cuando a Identidad se le declara la fiebre de ser un film diferente de los otros, pero sin aceptar siquiera sus propias reglas.
Como un mago que, por hacer un truco más en una fiesta, destroza la casa de su anfitrión, Identidad –en el afán de darle una vuelta más a una historia bien de género– desarma la verosimilitud de esos personajes y ese clima que tan cuidadosamente fue construyendo escena tras escena. Pero lo más patético de sus intentos es pretender, luego de haber presentado un escenario que relativiza todo lo anterior, que se siga prestando atención al desenlace de su historia. Cuando lo único digno por hacer es lo que hace uno de sus personajes: abrazarse al arma que le apunta sin importarle las fatales consecuencias, casi pidiéndole que lo saque de una vez y para siempre de ese ser y esa nada. Y así evitarse el resto de las sorpresas de un film que, para colmo de males, no deja de tomarse a sí mismo demasiado en serio.