ESPECTáCULOS › MANUEL VICENTE, UN ACTOR DE MULTIPLES FACETAS
“Es un momento de plenitud”
Además de la TV, Vicente propone dos obras bien diferentes: La Madonnita, de Mauricio Kartun, y Te digo más, de Fontanarrosa.
Por Hilda Cabrera
“Hasta el trabajo más modesto puede ser creativo si se le buscan las complejidades”, sostiene el actor Manuel Vicente, quien en estos días reparte su oficio entre una telenovela, Jesús el heredero, y dos obras teatrales que acaban de reponerse: Te digo más, un montaje sobre cuentos del escritor, dibujante y humorista Roberto Fontanarrosa, y La Madonnita, de Mauricio Kartun. Vicente, que proviene del ámbito teatral, dice haber llegado a la TV después de madurar en la escena y haber logrado “identidad profesional”. Aspira a la calidad: “Me traicionaría apostando a un proyecto que tienda a entontecer a la gente”, puntualiza. Se apasiona por los “géneros populares” y por el humor inteligente y la ironía de Te digo más, donde comparte protagonismo con Pablo Brichta, a cargo de la adaptación y puesta de este espectáculo que va viernes y sábados a las 23 en el Teatro Picadilly (Av. Corrientes 1524). No se trata de una caricatura de las fantasías y los miedos que dos varones descubren como propios a través de una charla de café: “No nos gusta hacer de payasos”, define Vicente.
–¿Cómo es este regreso con dos obras tan exigentes para un actor?
–En las dos puse lo mejor que hay en mí. Te digo más fue un proyecto que armamos con Pablo, que es en realidad el especialista de ese humor popular y al mismo tiempo profundo de Fontanarrosa. No nos conformamos con “leer” el texto. Recorrimos los personajes (Brichta es Hugo, y Vicente, Pipo) hasta lograr composiciones muy depuradas. Creo que así lo vio el público en La Trastienda. Esta obra me produce gran satisfacción, porque durante mucho tiempo yo aparecía ante cierta mirada ortodoxa como un actor sólo apto para papeles serios.
–¿Qué lo ayuda en esa búsqueda del humor?
–Soy muy observador, y creo haber aprendido a descubrir dónde están el dolor y la alegría, sencillamente porque “nada de lo humano me es ajeno”.
–¿Por eso su Basilio, en La Madonnita, una historia que se relaciona con la fotografía pornográfica, aparece como un individuo desvalido y siniestro?
–Mi primer gran maestro fue el director Raúl Serrano. Estudié con él desde 1977 hasta 1983, en uno de los períodos más oscuros de la Argentina, y aprendí, entre muchas otras cosas, que actuar es entrar en situaciones concretas y resolverlas partiendo de uno mismo. Esa debía ser “mi llegada” al personaje, que es única, aunque suenen muchas otras notas dentro de este pasional Basilio que acaba cometiendo un crimen. Me importa saber cómo es y por qué actúa así, pero no lo juzgo.
–¿Quiere decir que aborda a un personaje sin prejuicios?
–Como en la vida, porque esa actitud sirve de formación para la vida.
–¿El trabajo en la ficción incide en la vida cotidiana?
–El trabajo de un actor no se mezcla con la realidad. Lo que influye es el concepto que uno tiene de su trabajo: la apertura mental. En la vida diaria me interesa el derrotero que siguen los otros, los observo, y me resuenan personajes como Basilio, atravesados por infinidad de sensaciones, capaces de amar y matar con igual decisión.
–¿Se considera un actor predispuesto a la autocrítica?
–Sí. Yo siempre estoy intentando no fallar, pero sé que a veces me equivoco. Con La Madonnita, que ahora llevamos a El Portón de Sánchez (Sánchez de Bustamante 1034, con funciones los sábados y domingos a las 20.30), también hicimos un trabajo de meses, y muy intenso, antes de estrenarla en el Teatro San Martín. Cuando me llamó Mauricio quedé maravillado. Había dejado de fumar y pensé que con la ansiedad iba a volver al cigarrillo. Kartun es para mí un autor bisagra. Une lo nuevo con lo conocido y sabe cómo ofrecernos una historia extraordinaria. En 1987 hice otra obra suya, Cumbia Morena Cumbia, con Raúl Rizzo, y a partir de entonces supe que podía calzarme sus personajes.
–¿Se pregunta sobre este presente suyo?
–Es un momento de plenitud. No fui un suertudo ni me ayudó el aspecto: no podía ser un galán. Salí adelante cuando empecé a tener un concepto de mi profesión. Me llevó tiempo. Trabajé en algunas obras que se convirtieron en suceso, como una versión de Los siete locos en el Teatro del Picadero (la adaptación de esta novela de Roberto Arlt fue realizada por Carlos Antón, Rubens Correa y Pedro Espinosa, y la dirigió Correa a fines de la década de 1970). Me ganaba la vida vendiendo libros. Mi jefe venía a buscarme a casa: estaba tan agotado que no podía despertarme. En aquella época buscar trabajo en televisión era pecado. Fui convocado por primera vez por un teatro oficial en 1983: por el Cervantes y para una puesta de Juan Moreira. Lo bueno que me está ocurriendo hoy es que nadie dice que La Madonnita es mi trabajo serio y Te digo más, algo comercial.
–Y usted, ¿qué opina?
–Que uno es complejo y el otro un placer. Ahora tengo continuidad, pero hace dos años fui un desocupado durante seis meses. Me ayudaron los amigos. Mi origen es de clase media baja, donde vivir de la profesión es esencial. Lo mío ha sido vocación: nadie me llevó a conocer un teatro. A los ocho años miraba La familia Falcón por la TV y observaba atentamente a los actores de reparto. Entonces empezaba a darme cuenta qué me gustaba y qué no. Un poco antes, había descubierto otra vibración en mí escuchando música. Mis padres, que eran entonces muy humildes pero muy laburantes, me compraron con esfuerzos un Wincofón. Después de terminar el secundario, estudié historia y teatro al mismo tiempo. Dejé atrás el estudio de la historia pero no el deseo de aprender la esencia de las cosas ni ambicionar ser como los grandes. Leí hace tiempo que Arthur Miller decía que los jóvenes autores de su época tenían una ambición desmedida, que todos deseaban ser Shakespeare. Tan diferente de ahora, en que la mayoría ambiciona llegar a ser guionista de éxito escribiendo tonterías.