EL MUNDO

Chavela le ofrendó a Buenos Aires otra noche de amores desgarrados

El público porteño rindió una vez más culto a la legendaria cantante mexicana Chavela Vargas, que sigue entonando sus himnos –Macorina, La llorona– como una afrenta al macho rancio y latino.

 Por Karina Micheletto

Alguna vez Pedro Almodóvar dijo que sólo Cristo abre los brazos como ella. Hay que verla entrar a ese escenario del Luna Park que parece no terminar nunca cuando lo camina por primera vez –pero eso es sólo al principio, hasta que ofrece su primera canción– para entender hasta dónde ese gesto que la identifica la aproxima a un Cristo mujer. Alguna vez ella se encargó de contar y dejar grabado cómo Joaquín Sabina la mandó al carajo (en Noches de boda, del disco Diecinueve días y quinientas noches). Hay que oírla coquetear con picardía filosa en las letras de sus canciones para imaginar cuán fácil debe resultarle descolocar a quien ella se lo proponga. Pero Chavela Vargas no vino aquí para descolocar a nadie. Ella está de regreso en la Argentina para seguir tejiendo la especial relación de cariño que la une al público local y que se fortaleció en el recital gratuito del lunes pasado, organizado por la Secretaría de Cultura del gobierno porteño.
Chavela entra al escenario negrísimo, decorado con calas y sandías, cubierta por un joropo rojo con guardas blancas (el poncho tradicional mexicano). Sólo tiene a sus guitarristas (Juan Carlos Allende y Miguel Peña, también arregladores de los temas) como sostén. Parece indefensa, pequeña, desnuda. Hasta que suenan los primeros acordes de Macorina, esa canción transformada en himno lésbico primero, y revolucionario después, cuando la guerrilla salvadoreña le cambió la letra (“ponme la mano aquí, Macorina, para curar la herida que me causó esta bala”, cantaron ellos). Entonces Chavela Vargas se enciende, se agiganta: “Ponme la mano aquí, Macorina”, larga con ronca sensualidad, sonríe cómplice, y se acaricia los muslos. Queda claro que el himno sigue teniendo la misma potencia que en los ’60, que Chavela lo sigue cantando de mujer a mujer y que sigue siendo una afrenta al macho rancio y latino.
Chavela Vargas no canta sus canciones. Las grita, las llora, las masculla entre dientes con bronca contenida o con flirteo cómplice. Le duelen, las ofrenda. Hay un lamento definitivamente profundo en esos temas que le escribieron compañeros de andanzas como José Alfredo Jiménez o Cuco Sánchez (quizá no los escribieron para ella, pero así parece, y a esta altura así es). Pero también hay temas que ella transforma en otros, como Las simples cosas, de César Isella, que ahora adquiere una impensada carga de tristeza (“esa nostalgia que tienen ustedes, todos, que se va enredando en las tardes en la cintura, y que llega hasta más abajo, y uno empieza a pensar en cosas”, cuenta Chavela, que siempre destaca la forma en que la nostalgia gris del Río de la Plata acerca el tango al corrido mexicano).
Hay que haber vivido un amor imposible, un amor que lastime y cure –y todos los vivimos, sólo es cuestión de edad– para vibrar con ella, como ella, cuando canta, cuando llora la angustia de lo que fue y ya no será. Ella, que ya lo ha vivido todo, ahora está de vuelta para gritar toda la angustia de los desahuciados del mundo: “¿Qué más quieren de mí? Quieren todo” (La llorona). Y para volver a plantarse redimida, sin nada de qué arrepentirse, “volviendo sobre sus pasos”, como dice ella: “No pregunten quién soy porque no se los digo / solo sé que ‘ande voy el amor va conmigo / Y a puro dolor he cambiado mi suerte / hoy voy hacia la vida / antes iba a la muerte” (Hacia la vida).
Chavela parece a sus anchas cuando establece un diálogo espontáneo con su público, que le grita: “Te amo, Chavela, quedate a vivir acá, viva la madre que te parió”. “¡Que viva la tuya también, corazón!”, responde ella. Cuesta creer que esta mujer tenga ochenta y cinco años, y vividos de la forma en que fueron vividos. Más por lo que construye que por lo que aparenta físicamente, la cantante es sobre el escenario la anciana sabia que en un gesto de amor ofrenda algo de sí en cada canción. Una sabiduría ganada a fuerza de amores desgarradores, imposibles, dolorosamente profundos. Y de los cuarenta mil litros de tequila que se tomó (el cálculo es exacto y matemático, jura ella), y de todos los valores que subvirtió,y de todos los órdenes que enfrentó, teniendo todas las de perder, siendo mujer, homosexual y pobre en una sociedad de machos y prejuicios.
Chavela invitará a su amiga, la talentosa cantante salteña Negra Chagra, a cantar con ella No soy de aquí ni soy de allá, en uno de los momentos más intensos de la noche. Luego subirá al escenario la bailaora flamenca Sara Baras, que vino especialmente para este momento. Sobre el final vendrá un bis, y otro. Y otro más, porque la gente se quedará un rato largo pidiéndolo. Y corearán el nombre con el que Chavela fue ungida chamana por los aborígenes huicholes: kupaima, kupaima... Y se quedarán gritando “gracias”, alzando los brazos con devoción, muchos minutos después del final definitivo.
“Hasta la próxima”, dirá ella, y dejará flotando una frase elegida sin inocencia, a modo de bendición última: “Hay una cosa en la tierra más importante que Dios. Es que nadie escupa sangre pa’ que otro viva mejor”.

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El escenario, enorme, negrísimo, estuvo decorado apenas con calas y sandías.
 
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