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Desde afuera del lobby

Por Juan Martini

Osvaldo Soriano se murió antes de tiempo. No había llegado a ser un mito en vida, como Gardel, como Arlt, y su obra no había logrado la canonización prematura que la cátedra suele conceder graciosamente a sus fieles instruidos en la política del lobby palaciego o de la adulación. A veces una sola novela, bien arropada por la buena letra, conmueve los más duros cimientos de los aparatos que conducen al cielo o a una dudosa eternidad. A Soriano no le alcanzaron sus siete novelas y sus 54 años. Los caminos que llevan a los laureles de los claustros son inescrutables o a veces indigestos para laicos, rebeldes y disidentes. Los números no importan y todo valor es opinable. Cortázar murió a los 70 años y dejó más de una docena de libros insoslayables: cuentos y novelas que son reconocidos desde hace 40 años en el mundo entero no lo han sacado, en este país, de la olímpica desconsideración que le han dedicado desde el realismo político que se exigía en los años ‘60 hasta el letargo beato o la fatuidad prolífica que se consagran hoy en los altares conspicuos.
Los únicos que amaron y aman a Soriano fueron y son sus lectores. No es poco para un escritor argentino que en vida despertó la lealtad, el respeto y la simpatía de un público numeroso y progresista, y cuyos libros agotaban ediciones a un ritmo que regocijaría hoy a los módicos best sellers vernáculos... Osvaldo Soriano fue el último escritor argentino que tuvo, de veras, un público masivo (en términos literarios, no televisivos). No se lo debía a nadie. Ni siquiera al puñado de escritores iletrados que lo reconocimos desde su primer libro. Porque Soriano escribía, nos guste o no, sin perder de vista, nunca, a sus lectores. Soriano fue el último escritor argentino que le dedicó los libros a su público. Y ganó.

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