ESPECTáCULOS › COMIENZA LA POLEMICA LOCAL SOBRE “FAHRENHEIT 9/11”, DE MICHAEL MOORE
Cuando el cine sirve como arma electoral
El nuevo documental del director de Bowling for Columbine, ganador de la Palma de Oro en Cannes y centro de un debate mediático internacional, está concebido con el objetivo abierto y declarado de evitar la reelección de George W. Bush.
Y no repara en sutilezas.
Por Luciano Monteagudo
Si hay algo que no se le puede negar a Fahrenheit 9/11 es su eficacia. Desde su estreno mundial en mayo pasado en el Festival de Cannes (donde sorpresivamente ganó la Palma de Oro, en un claro gesto político del jurado presidido por Quentin Tarantino), el nuevo documental de Michael Moore logró instalarse instantáneamente en el centro del debate mediático internacional, consiguió distribución en los cinco continentes y se aseguró un estreno masivo en los Estados Unidos, donde hubo fuertes presiones paraoficiales para neutralizar su lanzamiento, incluidas cadenas de cines que se negaron a proyectar el film (lo que no impidió que, al día de hoy, Fahrenheit sea probablemente el documental más popular de la historia del género, con millones de entradas vendidas, en una proyección que promete incluso superar el éxito de Bowling for Columbine, la película anterior de Moore).
Más aún, considerando que el objetivo abierto y declarado del film es evitar la reelección de George W. Bush Jr. a la presidencia de los Estados Unidos, lo más probable –de acuerdo a las encuestas que han circulado en las últimas semanas– es que lo logre. Y que en la noche del 2 de noviembre, el candidato opositor John Kerry tenga mucho más que agradecerle a Moore que a los responsables de la campaña del Partido Demócrata, que no sale precisamente bien parado en los primeros tramos de la película, donde el ex candidato Al Gore queda expuesto de una manera tanto o más patética que el propio Bush.
Ahora bien, ¿es Fahrenheit 9/11 una buena película? No necesariamente. Se diría incluso que su eficacia política y mediática va en un sentido inversamente proporcional a sus cualidades cinematográficas. La historia del cine registra excelentes películas de agit prop –desde las del pionero ruso Dziga Vertov a las del holandés Joris Ivens, del cubano Santiago Alvarez al argentino Fernando Solanas–, que a partir de una militancia determinada supieron construir una estética propia, capaz de superar la prueba del tiempo y las contingencias políticas. No parece el caso de la realización de Moore, que se apoya en una construcción de neta raigambre televisiva, coyuntural, con todos los vicios de la peor televisión: esto es, un film –¿un programa, diríamos?– apresurado, efectista, demagógico, manipulador.
Dicho esto, y a conciencia del producto que se tiene delante, se puede apreciar Fahrenheit 9/11 desde otro lugar, como una producción de urgencia de un francotirador, y hasta como un divertimento a la manera del humor corrosivo de la vieja revista Mad, un brulote destinado básicamente a despertar del letargo al gran público estadounidense, mucho más desinformado acerca de sus propios problemas de Estado y de la calaña de su clase política que la mayoría de sus conciudadanos del mundo. De hecho, mucha de la información que provee Moore en Fahrenheit no había circulado antes masivamente en su país, entre otros motivos porque –como la película misma se encarga de señalar– las grandes cadenas de televisión en general y la Fox en particular son o bien complacientes y conformistas con el poder político, o directamente aliadas de la administración republicana, por vínculos de sangre incluso. A la Fox, Moore le atribuyeel triunfo fraudulento de Bush (h.) en las elecciones de hace cuatro años, en una operación de prensa que luego fue ratificada por una Corte Suprema adicta y por la resignación de Al Gore, a la vez como candidato rival y presidente de la Cámara de Senadores del Capitolio.
En un material realmente valioso y que tuvo antes una difusión casi nula, se ve a una serie de diputados afroamericanos cuestionar de la manera más severa y a voz en cuello el resultado de la elección, mientras el propio Gore –el primer perjudicado por la maniobra republicana– les trata de tapar la boca con el sonido de sus martillazos sobre su pupitre presidencial del Senado. No es el único hallazgo. Un registro de una convención de empresarios y contratistas estadounidenses, ávidos de sacar provecho de las ruinas humeantes de Irak, recibe la visita de la cámara de Moore, ante la cual uno de los participantes afirma alegremente que “lo que a veces es malo para la gente es bueno para los negocios”.
Fahrenheit 9/11 también tiene algunos momentos de humor fácil e hilarante, como cuando la película consigna el estado de paranoia en el que la administración Bush sumió a su pueblo después del fatídico 11 de septiembre y el material de archivo recupera del olvido dos comerciales, uno dedicado a un “cuarto del pánico”, en el cual un estadounidense medio se puede refugiar a tomar su Bordeaux predilecto mientras afuera ataca el terrorismo internacional, y otro en el que un locutor intenta convencer a sus televidentes de las improbables virtudes de un paracaídas para lanzarse desde un décimo piso, en caso de otro ataque aéreo a un edificio torre.
Es saludable también que Moore –a través de la vía del absurdo si es necesario– les recuerde a sus compatriotas de qué manera los derechos individuales y las libertades civiles de los estadounidenses han sido conculcados después del brutal atentado a las Twin Towers, en una operación que tiene más que ver con los negocios privados que con la seguridad pública. Pero la manera en que el director y animador –esta vez menos presente en cámara que con su voz en off– se dirige a sus compatriotas suele adquirir un tono de falsa modestia y de condescendencia que hace pensar que no siempre Moore respeta a sus espectadores como dice hacerlo.
Fahrenheit 9/11 también confirma los históricos lazos financieros de la familia Bush con petroleros saudíes y con la estirpe Bin Laden, que se remontan a los primeros años ’70, pero no deja de hacer afirmaciones confusas acerca de cómplices de ese vínculo, como el caso de James R. Bath, que habría sido el nexo de Bush Jr. con el oro negro árabe. A su vez, expertos en política internacional –como Eric Leser, corresponsal de Le Monde en Nueva York– ponen en duda la afirmación del film de que el 7% de la riqueza de los Estados Unidos estaría en manos árabes. Es tanta la insistencia de la película en la supuesta influencia árabe en la política y el comercio estadounidenses, que lo que se supone un discurso progresista termina tiñéndose de una desembozada xenofobia, en la que todo barbudo con turbante es claramente el enemigo, en una línea no muy distinta a la que proclama Bush desde la trinchera opuesta.
Cualquier documentalista riguroso hubiera evitado también manipular el montaje de la manera en que lo hace Moore, contrastando por ejemplo la imagen de un niño iraquí feliz con el plano siguiente de una bomba estallando en pleno centro de Bagdad. Pero las sutilezas no parecen ser el fuerte del director, que no tiene problemas tampoco en llevar a llorar a la puerta de la Casa Blanca a la madre de un soldado estadounidense muerto en Irak. La misma madre que, antes de saber del fallecimiento de su hijo, acicateada por Moore, se había enorgullecido de su patriotismo, del que luego despertó de la manera más brutal, para beneficio de la película.
El sensacionalismo, las simplificaciones, el populismo son algunas de las armas con que Fahrenheit 9/11 libra su batalla. Por los resultados, da toda la impresión que –en medio de la polución informativa de los tiempos que corren– son las únicas que lamentablemente logran hacerse escuchar.