ESPECTáCULOS › “SERES QUERIDOS”, CON NORMA ALEANDRO
Potaje difícil de tragar
Por Horacio Bernades
En los años ’60 hubo una muy exitosa comedia de Hollywood, llamada ¿Sabes quién viene a cenar? (en Estados Unidos acaba de estrenarse la remake). En ella, una chica blanca llevaba a casa de los padres a su novio, que resultaba ser... negro. Lo cual, para la época, era más o menos como si hoy una chica judía le presentara a papá y mamá un candidato palestino. Eso es lo que ocurre, ni más ni menos, en Seres queridos, comedia española coproducida por la compañía argentina Patagonik Films y protagonizada por Norma Aleandro (en el papel de la horrorizada idische mame) y Max Berliner, que hace del abuelo. Como sucedía con su modelo estadounidense, el desarrollo de Seres queridos echa por tierra con la premisa, aunque por razones distintas.
Mientras que lo que estragaba aquella película del bien pensante Stanley Kramer era la ñoñez de su intención integradora, el problema de Seres queridos es que se trata de una película de guión, que hace agua al momento de la puesta en escena. No es que Harari y De Pelegrí –autores del guión de Inconscientes, que se vio hace unos días en el Festival de Mar del Plata– no sepan escribir diálogos graciosos, así como delinear personajes o idear eficaces escenas cómicas. Pero de tan abundantes, los diálogos terminan resultando cansadores. Del mismo modo, al quedar fijados al dibujo inicial los personajes se convierten en estereotipos, mientras la torpeza con que están filmadas hace perder eficacia a muchas de esas escenas, potencialmente graciosas.
Guillermo Toledo, magnífico protagonista de Crimen ferpecto, es aquí el novio palestino de la nena. Un personaje que, por su infinita torpeza, recuerda al Ben Stiller de Los padres de mi novia. Aturullado por la amenazante presencia de la idische mame (Norma Aleandro pronuncia a la argentina, aunque se supone que hace de madrileña), creerá haber asesinado con un pote de sopa a su futuro suegro. Todo sucede en shabat, por lo cual el hermano político (Fernando Ramallo, el rubiecito de Krampack) anda preocupadísimo con que todos los miembros de la familia respeten la religiosidad de la fecha. Mientras, la promiscua hermana mayor sólo piensa en bailarle la danza del vientre al cuñado. Si fuera una película de Woody Allen (o un capítulo de Seinfeld) estaría todo bien. Pero aquí el guión pide una dosis de vértigo que la puesta en escena nunca llega a dar. Harari y De Pelegrí lucen una cámara tan granítica como el montaje, que de tan duro recuerda el pote de sopa congelada con que el pobre pretendiente corre el riesgo de quedarse sin suegro, antes incluso de haberlo conocido.