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Retrato del artista
Por Ricardo Piglia*
Cuando lo conocí, Gandini tenía su estudio en un viejo departamento de la calle Cochambamba que había sido (y volvió a ser luego) de un amigo común. El piano entraba apenas en un cuarto que parecía haber sido construido alrededor y a veces cuando yo iba a visitarlo Gandini tocaba para mí la música que había terminado de componer. Eran fragmentos de una compleja obra en marcha, cuya realización me parecía cada vez más milagrosa. Como era verano las ventanas estaban abiertas y la música surgía en medio del rumor de la ciudad. Siempre que pienso en Gandini, lo recuerdo en ese cuarto en el que sólo había lugar para el piano, componiendo una obra extraordinaria en medio de las voces y los rumores de la calle.
Cuando terminaba de tocar, Gandini se daba vuelta, como quien se despierta y, al comprobar que yo estaba ahí, se echaba a reír. Y por supuesto ése era todo su comentario.
Nadie encarna mejor que los músicos la doble relación del arte con el presente y con la tradición. A medida que pasaban los meses me fui dando cuenta de que Gandini enfrentaba, con ironía y sarcasmo, ese doble desafío. Por un lado la deuda con un pasado de altísima perfección como es el de la herencia musical y por otro lado la tensa relación con la carga de cinismo, trivialidad y demagogia de la cultura actual.
Hacer música contemporánea es enfrentar las máximas dificultades con las mínimas defensas y en condiciones de extremo aislamiento. La naturaleza no referencial de la música hace ver con claridad lo que no siempre es visible en otras artes. La música debe más a la tradición musical que a cualquier otra experiencia y esa tradición a veces actúa como un legado que paraliza toda innovación.
A la vez, los músicos contemporáneos comprueban y dicen lo que nadie sabe: que la cultura de masas no es una cultura de la imagen, sino del ruido.
Por la ventana abierta del estudio de Gandini llegaban los rumores del mundo. Una confusa profusión de sonidos inarticulados, cortinas musicales, alaridos políticos, voces televisivas, sirenas policiales, anuncios de conciertos internacionales de rock and roll.
En el extraordinario capítulo de las “Sirenas” en el Ulises (que está dedicado a la música), Joyce hizo ver que el capitalismo es una ciénaga de ruidos y que no hay Ulises que resista esos cantos. La risa divertida de Gandini cuando dejaba de tocar me hacía pensar que la mítica sordera de Beethoven había sido la primera elección de un artista ante la creciente presencia de la cultura de masas como infierno sonoro.
“Lo único que en la música persiste y prolifera (escribió Gandini) es el proceso mismo de composición.”
Adolfo de Obieta cuenta que, a veces, Macedonio Fernández soñaba una música y se levantaba en la noche para sacarla en el piano. En la casa dormida se lo escuchaba tocar esa melodía imposible.
Las piezas para piano de Gerardo Gandini me hacen pensar en esa imagen; un pianista insomne busca, en la noche, los restos de una música que se ha perdido. Son siempre pasos en la nieve: marcas silenciosas en una superficie blanca. Allí se encierra el sonido de los sueños.
* Escritor. Texto publicado en Formas Breves, Anagrama, 2000.