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“El tenía la certeza de que nada sería como había sido, ni lo quería así. Le era imposible volver sobre sus pasos, que ya empezaban a ser sólo sombras borrosas. Estaba solo, como casi todos. Tampoco sentía deseos de escribir cartas, es decir, cartas verdaderas, donde se volcara por entero, a raíz de la censura y por el temor de que fueran violadas y comprometer de ese modo al destinatario; pero tampoco existían ya destinatarios posibles. Había elegido entonces la soledad y el silencio para preservarse. Pero la soledad no es más que un hábito y por momentos sentía cómo empezaba a incorporarse, a encarnarse en la vida de este lugar que tendía ya a aludirlo, a confundirlo como un arbusto trasplantado que luchara por no morir, por crecer, secretamente, sin importarle dónde. Cada día que pasaba sentía también que las noticias de allá se iban haciendo más ajenas, ridículas y ominosas a la vez. Y no quería conocerlas, pero tampoco quería olvidar ni que lo olvidasen.”
(Fragmento de El viejo soldado, publicado por Editorial Alfaguara).