Jueves, 15 de mayo de 2008 | Hoy
PSICOLOGíA › APROXIMACIóN A LA EXPERIENCIA DE LA MUERTE PROPIA
A los 82 años, afectado por una enfermedad terminal, el escritor francés Louis-René des Forêts escribió una serie de textos, redactados en tercera persona, donde da cuenta de la experiencia de la muerte próxima. La escritura finalizó con el fallecimiento del autor, el 30 de diciembre de 2001.
Por Louis-René des Forêts *
Decir y volver a decir, repetir tantas veces que la repetición se imponga, tal es nuestro deber que usa lo mejor de nuestras fuerzas y que no tendrá fin sino con ellas.
Lo que hemos visto debe revisarse con una mirada más aguda, a riesgo de sobrestimar su horror o su belleza. El poco tiempo que te queda para gemir sobre tu suerte, apresúrate para reír hasta las lágrimas.
Llega un momento en que el saber adquirido se torna un impedimento en el camino. Puesto que deshacerse de él no es una cuestión menor, más vale resignarse a cargar con su peso, aunque ya no sirva de ninguna ayuda. Pero bueno, ¿quién puede saberlo?, se dice el viajero previsor, las cosas pueden cambiar de tal modo que no nos molestará, llegado el caso, tener ese equipaje a mano para enfrentar cualquier eventualidad.
No mirarse envejecer en el espejo que nos ofrece la muerte, tampoco desafiarla con grandes palabras, sino aceptarla, si es posible, en silencio como le sonríe a su madre un niño en la cuna.
Toda afirmación de soberanía es risible, pero la risa que provoca aboga en su favor, libera al espíritu de la sujeción a la seriedad, tal vez incluso –suprema ironía– le permite acceder como jugando a lo que era su blanco.
Buscar la simplicidad sintáctica para volverse inteligible produce el efecto contrario en la medida en que frena la libre expresión del pensamiento, rompe su movimiento natural que consiste en internarse en vías subterráneas, sin perjuicio de perderse más de una vez.
Quejarse por estar atado indisolublemente a lo que uno rechaza, ¿hay algo más ilógico? Además de que les sucede a todos, sin distinción de tendencia ni de aptitud para desdecirse, cómo no ver en ello un principio de vida y por tanto quizá la expresión subyacente del reconocimiento de una deuda hacia el mismo objeto del rechazo, lo que no significa en absoluto hacer un acto de sumisión, como tampoco decirle indistintamente que no a todo con la estupidez de un niño obstinado podría cobrar un valor emancipatorio. Resulta de ello que la mente, en incesante desacuerdo con sus propias aseveraciones y que las refuta a su vez, no tiene descanso sino que en cambio se beneficia con un agregado de fervor conquistador, como si la meta en principio considerada inaccesible estuviera a su alcance y llegar a ella fuese su mayor preocupación, aunque sólo deba alcanzarla en sueños, pues la vida misma no es, como se ha dicho, más que un sueño y la muerte nada más, en definitiva, que un denso dormir sin soñar ni posibilidad de retorno a la conciencia despierta.
Por su parte, no tiene que hacer rendiciones de cuentas ni declararse inocente, su única preocupación es romper el lazo nefasto que lo sujeta al cuerpo sufriente, en otros términos, vivir sus últimos días, si se pudiera, en la dulzura liberadora de un entendimiento anticipado con la muerte. Todo lo demás, incluyendo lo que antes consideraba esencial, le parece accesorio o, más aún, ya vaciado de sentido, en virtud del trastorno radical de perspectiva al que se enfrenta el ser en su final y que acentúa la enfermedad que sufre sin pausa ni esperanza de curación, excepto la aniquilación de su persona, un remedio ciertamente amargo pero soberano para lograrla, que de todos modos, sea que se lo use o que uno se niegue a hacerlo, es el punto de ruptura obligado de la condición humana.
Desde los primeros pasos de su recorrido y probablemente hasta los últimos, habrá tomado un camino tortuoso y erizado de obstáculos, prefiriéndolo a una ruta recta que no tiene el atractivo de lo imprevisto, ni genera en toda su extensión más que un insuperable aburrimiento. Vergüenza para la rectitud insípida donde no encontraría en ninguna parte alrededor ni más allá con qué saciar su sed de aventura ligada al placer del descubrimiento, aunque por cierto ligada también al riesgo de perderse en su búsqueda porfiada de una salida tan inubicable como un tesoro enterrado y cuya misma existencia sigue siendo problemática desde el momento en que no se puede precisar su naturaleza ni orientar la indagación con conocimiento de causa, lo cual no le impide, muy por el contrario, que pruebe suerte, aunque sea a tontas y a locas, como si la apuesta no fuera tanto tenerla y explotarla al máximo cuanto perseverar ciegamente sin dejarse vencer por la duda, su más mortal enemigo –inhibición, incertidumbre, poco discernimiento, cada una de estas palabras tomadas aisladamente sería inadecuada.
Apenas se considera un habitante de la Tierra, aunque, en virtud de su inagotable belleza, para nada impaciente por abandonarla, pero torturado por el deseo imposible de satisfacer de volverse invisible, ser un espectador clandestino, alternativamente maravillado y horrorizado, en todo caso nunca indiferente, de otro modo sería mejor estar ciego –la facultad de percibir es por así decir la única que lo mantiene con vida, una vida que, a fuerza de tener que defenderla en todos los frentes, se ha vuelto mucho más raramente fuente de goce apacible que de tensión nerviosa, a pesar de lo cual no ha perdido nada de su poder de atracción, e incluso éste se ha incrementado con el debilitamiento general del ser, las enfermedades de la vejez.
Siente que se hunde, con una mano levantada en el aire en busca de algún asidero. Se despierta como si hubiese tocado el fondo del abismo, aunque para comprobar en seguida que no es nada, más precisamente que en ese sueño premonitorio no había siquiera un fondo para detener su caída, lo que parece acorde con la realidad, y curiosamente experimenta una especie de consuelo, como una esperanza de supervivencia, si no de eternidad.
¿Tiene sentido hablar de la proximidad de la muerte? No está allí donde se cree oírla rondando alrededor de uno, ni más lejos de adonde uno pospone dirigirse: su gran fuerza consiste en no estar en ninguna parte, excepto en la cabeza de aquellos a quienes obsesiona y que no la verán nunca –aunque desde siempre sea representada gráficamente mediante un esqueleto armado de una hoz, figura simbólica, ciertamente ingenua, destinada a afectar la imaginación, pero que, como la visión de un cadáver, no muestra nada de su naturaleza secreta, de su invisible ubicuidad–, lo que podría traducirse más exactamente mediante una formulación en apariencia contradictoria: la muerte no está en ninguna parte, está en todas partes.
En tanto que la expresión del sufrimiento les parece exagerada a quienes, a falta de poder evaluar su intensidad, sólo se compadecen superficialmente –hasta el punto de manifestar a veces y con razón cierta irritación–, uno se hunde y se confina en el aislamiento. El repliegue sobre uno mismo falsea las relaciones con el entorno y ya no pertenecemos al mundo, excepto redoblando los gemidos para darse, ignorando toda dignidad, una apariencia de vida, pero en ningún caso para hacerse entender mejor, porque el sufrimiento, por más alto que se lo exprese, no se comunica, parece siempre más o menos actuado y es posible que efectivamente lo sea en sus raros momentos de tregua que, a fin de cuentas, sólo tornan más aguda la violencia de sus recaídas.
Se da cuenta de que el ruido saludable del mar a lo lejos no es más que un hilo de viento ruidoso que atraviesa las dos viejas ventanas mal cerradas que dan al verde del parque arbolado. Deja caer la cabeza en la almohada, los párpados entrecerrados, con la esperanza de que la ilusión auditiva vaya a reproducirse en beneficio de un nuevo adormecimiento, pero el rumor marítimo se ha apagado, no queda más que el recuerdo de haberle prestado oídos en un momento fugaz de delicioso extravío, con la certeza súbitamente adquirida de que no era un fenómeno onírico, sino que derivaba de una ardiente nostalgia experimentada en el estado de vigilia.
Resulta pues que ha sido devuelto a tierra, porque no es a una distancia tan grande que el océano puede hacerse oír y se puede sentir su perfume vivificante, excepto por asociación mental con la memoria todavía fresca de aquella región que albergó durante tres años a su infancia exiliada.
* Extractado de Paso a paso hasta el último, de reciente aparición (ed. El cuenco de plata, traducción de Silvio Mattoni).
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