Jueves, 20 de diciembre de 2012 | Hoy
PSICOLOGíA › PSICOANáLISIS EN UNA VILLA DEL CONURBANO
Por Griselda Knodel *
La sala de espera en ASE (Acción Social Ecuménica. Centro Comunitario de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata, donde funciona el Servicio de Salud mental que coordino, en una villa del conurbano bonaerense) es un lugar de dimensiones amplias (grande, en relación con las habitaciones de muchas de las casas de la villa); con una mesa en el medio, sillas alrededor, un mueble con juegos, otro mueble con libros y materiales. Las paredes de esta sala están habitadas por fotos de reuniones grupales, campamentos, talleres, encuentros y desencuentros: aconteceres que arman historia, que instalan linaje. En cada pared un cartel indica los años (desde 1998 hasta 2011); debajo de cada cartel están las fotos, que, al recortar alguna escena de lo acontecido en ese año en ASE, cuentan algo. Las paredes hablan del transcurrir del tiempo, imágenes congeladas que atestiguan de algún hacer distinto cada año. Hay continuidad. Algunas caras se repiten año tras año en las fotos. En algunas de esas imágenes está Juan, un pibito que agita la gorra mientras se abraza a sus amigos en el grupo de pibes que venía a ASE durante los crueles años 2001 y 2002, cuando él cartoneaba con sus hermanos para comer.
Alrededor de la mesa, las sillas se van ocupando a medida que los “pacientes” llegan; mientras esperan su turno circula entre ellos el mate, tortas amasadas por los pibes en el taller de panadería. Circulan historias, anécdotas; emociones, miradas, tensiones.
La espera es una invitación a implicarse; la espera es un trabajo, un trabajo coordinado. Coordinado por alguno de nosotros analistas, la trabajadora social, el pastor, los voluntarios, según quien este allí para escuchar, para sostener el lugar que se ofrece.
Ese lugar se sostiene con el cuerpo, con la mirada, con la atención flotante, que también es tensión. Entre otras cosas, es posible estar ahí porque “hay equipo”. Sabemos que contamos con otros, compañeros, colegas, nos sostenemos unos en otros. El intento es que cada uno de nosotros, desde su estilo, ponga en marcha un lugar. Es una invitación a habitar la espera, la sala, la mesa, la casa. La sala de espera en ASE es un lugar de lo diverso, de lo múltiple. Coordinar ese espacio significa propiciar que lo singular tenga lugar y se vaya anudando con los otros, a la manera de un entramado entre quienes llegan allí buscando algo.
Vino con su mujer y sus hijos, un varón de un año y una niña de tres. Nos cuenta que la niña convulsionó hace unos días. Que él está muy furioso porque cuando fueron al hospital con su hija afiebrada, la revisaron en la guardia y la mandaron de nuevo a casa, pero en el camino hacia la casa su hija comenzó a tener convulsiones. Está muy nervioso, enojado, asustado, camina de un lado a otro en la sala de espera. Su mujer, Rita, una jovencita de unos 19 años, está en silencio y con la mirada en el piso. Los invito a pasar al consultorio, pero Juan no para de moverse en la sala, pega puñetazos en la pared, mientras me dice: “Lo agarré a trompadas al médico del hospital”. Allí parados en la sala, intento calmarlo y los invito nuevamente al consultorio para charlar más tranquilos. No entran. En ese momento llega el pastor, los invita a sentarse y acceden. Ahora Juan le cuenta a él lo sucedido. Me siento y advierto que allí hay más gente, pacientes que esperaban ser atendidos, mirando como espectadores de una película. Le propongo a la paciente a quien le tocaba el turno que pase; la atiendo mientras el pastor soporta –a la manera de un soporte– en la sala de espera: hace de sostén al desborde que trae Juan y que poco a poco se va transformando en una conversación.
Al finalizar la sesión con la paciente, vuelvo a la sala de espera e invito a Juan y Rita a pasar nuevamente al consultorio. Esta vez entran. Juan me cuenta que mientras esperaban, él se vio en la foto, en la pared, y le mostró a su hija: “Este es papá cuando era chico y venía acá...”. Su mirada se ilumina, se descubre, se encuentra en la imagen y comienza a recordar. Cuenta una anécdota, pregunta por algunos compañeros, le pregunto por las circunstancias de esa foto, conversamos. Su estar va siendo distinto al de su llegada.
El tiempo de la espera sostenida por otro en lugar de causa y sostén le dio al desborde un borde. La pulsión desanudada encontró un marco donde intrincarse: la foto en la pared, un marco para el cuadro desolador, remitió a lazos, a historia: anudó y permitió comenzar a hablar y a escuchar.
La sala de espera fue un tiempo y un lugar de demora pulsional. Un soporte que arma y anuda lo que se desató para dar lugar a otra cosa, otro registro, otra versión. Dos generaciones quedan incluidas en una transmisión, una pertenencia, un lugar posible para un pibe que, en un tiempo anterior, encontró dónde estar con otros. Lugar al que recurre ahora, y a su modo intenta alojar a su familia, su dolor, su impotencia.
Comenzamos entrevistas familiares.
* Psicoanalista. Trabajo publicado en la revista electrónica www.psychenavegante.com
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