PSICOLOGíA › LA FAMILIA Y EL SEXO EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA
Una traba en el camino hacia Dios
Por Laura Klein *
Imposible encontrar en los Evangelios una sola huella de la posterior actitud cristiana contra los peligros de la vida sexual. Tampoco la promoción y defensa de la familia, ni la procreación como virtud del lazo conyugal, tan arraigados en el imaginario social de la modernidad como piedras angulares del cristianismo, encuentran convalidación en los textos sagrados que, hace dos mil años, sentaron los fundamentos filosóficos y religiosos de la Iglesia de Roma. Al contrario, el Nuevo Testamento y los escritos de los Santos Padres de la Iglesia explicitan y subrayan cómo el cristianismo se fundó en un renunciamiento: no promovió formar familia, recomendó abandonarla y dio su bendición a los que, casados y castos, se abstenían de procrear, viendo en esposos e hijos una traba para el camino hacia Dios.
“Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lucas 14:26). “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mateo 10:37).
La disyuntiva es absoluta: el Mesías o la Familia.
El matrimonio, escribió San Juan Crisóstomo en el Siglo III, es un nido para los pájaros que no pueden volar. ¿Quién puede hacer el camino hacia el cielo trabado por una esposa y una familia? San Pablo extrapola la recomendación de Jesús de renunciar a la familia y le da una forma extrema: mejor que abandonarla es no formarla. “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido” (San Pablo, Epístola a los Corintios I, 7:32/4). En la confrontación paulina entre solteros y casados, la supremacía moral de los primeros no está articulada en torno del sexo.
El matrimonio, entonces, no representaba para los primeros cristianos un bien en sí mismo y mucho menos una realización espiritual. San Pablo lo definió por la negativa: “Mejor casarse que quemarse” (I Corintios 7:9). El matrimonio es un remedio para débiles, una concesión para que los impulsos de la carne no sean ocasión de pecar.
Antes de que el empuje de la era moderna trastrocara los conceptos cristianos tradicionales sobre la familia y se borrase del discurso de la Iglesia todo vestigio de la disyuntiva entre el reino de los cielos y la institución familiar, el matrimonio fue una figura ambivalente que articulaba una salvación y una perdición. En los antípodas de la Iglesia actual, San Jerónimo adjudica el pecado original al matrimonio mismo, no al acto sexual: “Eva en el paraíso fue virgen. Pero después que hubo de vestirse en pieles, tuvo origen el matrimonio (...) Debes saber que la virginidad fue concedida por la naturaleza, el matrimonio, en cambio, a raíz de la culpa (...) Aprecio el matrimonio, pero porque hace nacer vírgenes. Las rosas se recogen de las espinas”.
La procreación es una respuesta a la muerte, un consuelo para que el hombre, expulsado del paraíso y condenado a morir, pudiera continuarse en su descendencia. Pero ahora que “la muerte ha perdido su dominio”, “existe la forma espiritual de tener descendientes, una clase mejor de nacimientos, el apoyo mejor para la vejez”. La Redención ha instaurado entre nosotros un “segundo paraíso”: si el pecado original trajo como consecuencia la muerte y ésta el impulso a procrear, Cristo, al habernos redimido de la muerte, ha suprimido la condición de que sólo los hijos permitan un más allá.
San Agustín, quien redujo el sexo a su finalidad reproductiva, desechó ésta como finalidad espiritual: “En estos días, verdaderamente, ninguno que sea perfecto en piedad busca tener hijos, excepto espiritualmente”. El espíritu procrea hijos liberados de la muerte, hijos del Verbo. Los hijos en la carne no son más que animales, se miden en términos de la vida material. Esa existencia es mera biología, nada tiene de sagrado; esas criaturas son esclavas de la naturaleza, condenadas a repetirse como especie.
La reinterpretación cristiana, que puso el acento del ser humano en el espíritu y no en la biología, se hizo a costa de la exclusión de la carne, fundando una dicotomía radical: podemos ser fecundos de otra manera que los animales sólo si dejamos de serlo.
Con los siglos, la reticencia a procrear se confundió con el repudio a lo sexual. Cuando se impuso la reproducción como finalidad del acto sexual, toda desviación de la misma cobró el carácter de pecado mortal. Pero el castigo a la anticoncepción no significa elogio de la concepción; la paternidad terrenal no tiene ningún valor, pero es lo único que justifica un acto sexual. Así como la virginidad es preferible al matrimonio, la continencia conyugal es preferible al uso sexual, y la virtud de contenerse supera la de la procreación. El lugar que ocupan los hijos en este esquema lógico es el mismo que tenía el matrimonio en Pablo. Así como casarse implica una menor entrega espiritual pero es un buen remedio para no fornicar, procrear no tiene en sí mismo ningún valor pero es la única justificación de copular. Si el recurso del matrimonio es para San Pablo el mal menor de la fornicación, la función reproductiva es para San Agustín el mal menor del sexo conyugal. Ni casarse ni tener hijos exaltan el espíritu. Es así que, antes del siglo XVI, la Iglesia no alentaba a los cónyuges a procrear. La promoción de la “familia cristiana” invocada por el catolicismo actual es un producto de la modernidad.
* Fragmento de “Fornicar y matar. El problema del aborto”, de próxima publicación (Editorial Planeta).