Jueves, 4 de agosto de 2016 | Hoy
Por Mario Pujó *
Ya los perritos de Pavlov habían experimentado el efecto enloquecedor de los estímulos ambiguos. Así, por ejemplo, siendo recompensados ante el dibujo de un círculo y castigados ante la representación de un óvalo, aprendían fácilmente a comportarse en cada situación, cuándo acercarse o alejarse ante la variación de la forma. Pero esa simple lógica de premio y de castigo entraba en cortocircuito cuando se presentaban figuras elípticas intermedias. El perrito entraba en estado de ansiedad, con reacciones simultáneas de huida y de agresión. Pavlov construía así experimentalmente una teoría práctica de la locura artificial.
Con los mamíferos hablantes, una experiencia relativamente semejante pudo ser articulada en el plano de la comunicación. Bateson elabora entonces su teoría del double bind, traducida como doble vínculo. Se refiere a la situación de un sujeto sometido a un doble mensaje paradójico y contradictorio del estilo: “no lea este texto”. Su potencialidad perturbadora es directamente proporcional a la intensidad del vínculo de dependencia emocional que el receptor mantiene con el emisor del mensaje: la madre, el profesor, el jefe, la enamorada. D. Laing publica hacia los años 70 un simpático librito titulado Nudos, en el que recopila una serie de enredos cotidianos del tipo “debo jugar el juego de no ver que veo el juego”, que se imponen subjetivamente como sin salida.
La cuestión viene a cuento cuando en el plano de la comunicación social, y desde el vértice del poder político, se emiten de manera regular mensajes ambiguamente paradójicos que enfrentan a cada receptor a la perplejidad sin escapatoria del contrasentido. Mensajes que no disfrazan su insensatez: ‘incrementar la inflación para bajar la inflación’, ‘despedir empleados para generar empleo’, ‘endeudarse para desendeudarse’, ‘aumentar la pobreza hasta llevarla a cero’, ‘estábamos mal porque estábamos bien’, ‘honestidad-Panamá papers’, ‘unir a los argentinos contra la mitad de los argentinos’.
Los efectos mortificantes de tales paradojas sobre la población general son alarmantes, y sus expresiones se visibilizan profusamente en las redes sociales. Una circulación desaforada de epítetos, insultos y reacciones intempestivas cuya certeza sobrepasa la razonabilidad fronteriza de la salud mental.
Pero hay algo que es aún más notable y le daría la razón a Bateson. Si los que sencillamente descreen del mensaje se sienten contrariados, indignados, impotentes, el efecto demuestra ser bastante más enloquecedor en aquellos que, por razones diversas, se proponen otorgarles credibilidad. La reacción es en ellos de una irrazonabilidad impulsiva que adopta a menudo un giro paranoide, como el engañado que no puede siquiera tolerar la idea de haber sido engañado.
Desde Maquiavelo hasta Durán Barba, ha sido siempre una preocupación del poder intentar capitalizar a su favor el odio que generan sus imposiciones. Recurrentemente, a lo largo de la historia, se ha apelado a la construcción de la figura del enemigo para canalizarlo. Un enemigo exterior o un enemigo interno. (Hágame caso: no lo lea).
* Psicoanalista. Director desde 1992 de Psicoanálisis y el Hospital, publicación semestral de practicantes en instituciones hospitalarias.
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