PSICOLOGíA › LA ADOLESCENCIA Y UN “GOCE MORTAL”
Hermética sangre india
Salir de la adolescencia es, según el autor de esta nota, "decir adiós a la ilusión de potencia plena". Un ejemplo es la historia de un joven para quien el término "indio" sostiene el pasaje desde un "goce mortal" hasta aquel orzuelo, presente en el ojo de todos los hombres, que fue advertido por Los Redonditos de Ricota.
Por Daniel Paola *
Un joven de 18 años demandó análisis por un exceso de alcohol y drogas que ponía en riesgo su vida al vagar embriagado por las noches. Hacía poco le habían pegado tanto en una comisaría que había temido el fin, cuando su cuerpo se anestesió ya sin sentir los golpes. Lo habitaba una identificación imaginaria con Jim Morrison, cantante del grupo de rock The Doors, que falleció en 1971 por un exceso de drogas. Cuando se embriagaba tenía la certeza de ser la reencarnación del ídolo que conmovió a los Estados Unidos, como modelo de vida que transitó por excesos alucinógenos cuando la guerra de Vietnam arreciaba. Había sido una época en la que el sexo, las drogas y el rock eran slogan contra la guerra, y la ideología adolescente parecía preferir una muerte en otro exceso de goce que no fuera el campo de batalla. “This is the end, my only friend the end”, rezaba una canción de Morrison, que el director de cine Oliver Stone ubica en el inicio de la película Pelotón, cuyo tema es la guerra de Vietnam.
El joven había visto otra película, también de Oliver Stone, sobre la historia de los Doors y había quedado impactado por una escena en la que Morrison es conducido por un indio, bajo efecto alucinógeno, hacia una caverna donde puede presenciar su propia muerte. Esto entroncaba al analizante con su ídolo, ya que la sangre india, en este caso toba, recorría sus venas por origen materno, lo cual constituía para él un verdadero elogio. Así se lo hice saber, recortando la palabra que implicaba un significante en tanto privilegio, donde él era indio entre intelectuales.
De “sangre india” pasamos simplemente a “sangre”, ya que, a pesar de su ebriedad constante, se había negado a inyectar droga en sus venas. Era una sangre materna donde nada entraba y a la vez responsable de su danza frenética, generadora de culto entre los amigos.
Había algo intrincado en toda la serie: la ebriedad, la certeza de tener él también la visión de su propio fin en éxtasis, la sangre india hermética como expresión del incesto.
Un punto límite surge donde otro indio hace su aparición en la admiración de la dama de quien él se enamora. Ese otro indio es Solari, líder de una banda de rock argentina y a quien ella amaba como él a Morrison. La palabra “indio” pasa a recubrir un significante que implica intercambio y no sólo coincidencia. Ella se enamora de una bestia india y parece ebria por un dios en la tierra que se precipita sin temor al fin de manera furiosa. Cuanto más cree ser amado por ella, más exceso. Cuanto más se siente ella amada, más alimenta la certeza de un encuentro sobrenatural y él a su vez más cree ser Morrison. Pero protagonizan una escena sexual frustrante donde la supuesta y esperada potencia del encuentro no se produce.
El queda mal por su fracaso impensado, que entonces marca una caída inconcebible, y además sufre una agresión por parte del ex de ella, quien, ofendido por la seducción –que se había producido en su presencia–, lo golpea de tal forma que deben internarlo en un hospital varios días. Entonces, papá interviene en defensa del hijo: su padre denuncia la paliza ante las autoridades de la escuela. Esto es humillante para un Jim Morrison, como era él ante la mirada de todos.
La mirada que caía sobre él ha decrecido. No todos lo admiran. Algunos no le prestan ni la menor atención.
Sostengo la serie significante que parte de “sangre india”, pasa por “sangre” y termina en “otro indio”. El me pregunta una y otra vez si conozco las letras del indio Solari hasta que, a modo de intervención, le pregunto si él se detuvo en la letra de la última canción, en el final del álbum que entonces era la última producción de la banda: “Venía rápido, muy rápido y se le soltó un patín... ganó un orzuelo de tercer ojo y su nariz sangró”.
En la siguiente sesión, se presenta conmovido y me pregunta por qué mencioné esa letra. Dice que efectivamente hay algo allí que lo toca y lo conmueve. Hablamos de la mirada, volviendo a la escena del jefe indio que indica la escena futura de la muerte de Morrison, y reconoce que, al final de la película, es entendible para cualquiera, cuando la escena de la muerte reproduce la que el brujo le había mostrado. Cae lo sobrenatural y el tercer ojo ofrece la posibilidad, no ya de saberlo todo, sino de sufrir una infección, un orzuelo. Se le soltó un patín, reconoce; a él, que era rey, se le soltó un patín.
Desaparece Jim Morrison de escena, en esa encarnadura imposible por puramente imaginaria, que no reconocía trama simbólica expresada en una falta como la que vehiculiza el falo. Continúa análisis unos años, hasta concluir su iniciación sexual. Su padre, que no es sino una versión del que no pudo ser héroe por no tomar las armas cuando la ideología lo requería, empieza a cobrar valor.
Es indudable que me sorprende el punto de stop a la identificación con Morrison. Apelar a aquella letra que marca el fin, en este caso el fin de una cinta, esboza el concepto de repetición. Si desplazo en la intervención “la sangre india”, que él posee, a lo hermético de una sangre que lo implica todo el tiempo con mamá, en la impotencia que sufre con su amada se revela que de allí es muy difícil salir. La aparición de otro indio, en Solari, que se mete sin permiso como alguien admirado por su amada y referido por mí, ubica una diferencia: nunca decimos lo mismo cuando decimos indio, aunque nos subyugue la textura del amor.
La repetición implica que, al llegar a lo que se supone coincidente como experiencia existencial, esto no determina sino un fin que remite a un comienzo, ya que es imposible el encuentro con lo mismo. Cuando en un análisis llegamos a la realidad que toca la pulsión, hay creación ex nihilo, donde la repetición no es repetición sino de nada.
Hay un límite para la letra como soporte discursivo, por emerger desde una oscuridad como impuesta y de ello dan cuenta los psicóticos conducidos por sus alucinaciones. En la neurosis, ese límite que hace a la letra enigma es función del significante del nombre del padre e implica el veto del camino a un goce mortal como potencia plena. Todo neurótico puede desbarrancarse por ese oscurantismo como elección.
El goce mortal es un concepto apenas mencionado por Jacques Lacan. Lo hace en el seminario “De un discurso que no sería de la apariencia”, de 1971, y en él se entiende un margen del goce que debería quedar velado.
Esa oscuridad es una referencia para aquel que cruza el Rubicón como César a la vuelta de la Guerra de las Galias, como paradigma del acto. César es advertido por el Senado romano que, de cruzar el río, le espera una guerra civil. Al cruzarlo se implica en un riesgo y ésta es una referencia para el acto de todo sujeto: la oscuridad que resbala hacia la ilusión de plena potencia debe ser reemplazada por su insatisfacción como goce. El que cruza el río debe estar advertido de que soporta un riesgo como el de César, donde una ilusión de plena potencia juega en contra.
Dice Lacan en el seminario “El acto analítico” (1967): “Lo que es impactante, destacable, inaudito, implicado en la dimensión de los procesos primarios es algo que puede expresarse más o menos así: no ‘al comienzo está la insatisfacción’, no es esto, no es que el individuo viviente corre tras su satisfacción, lo que es importante es que haya un estatuto del goce que sea insatisfacción”. La insatisfacción, como goce, no se encuentra en el origen sino que es preciso una operatoria como acto. Al mismo tiempo, sin la posibilidad de insatisfacción como goce no hay acto. La insatisfacción es la consecuencia de una suspensión. A mayor suspensión, menor tensión de lo insatisfecho, porque quien goza de la insatisfacción goza del síntoma sin poder ponerlo en suspenso para generar un acto. Decir que hay una puesta en suspenso de todo saber posible corre por el lado de quien pierde esa hipnosis al ídolo, quedando en un punto de carencia donde no hay dueño de la india, con quien se hallaba frenéticamente enlazado en una fiesta sanguínea. El analizante no será Morrison y tendrá que gozar con la insatisfacción de no serlo.
* Analista miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Texto extractado del trabajo “Acto analítico y adolescencia”.