PSICOLOGíA › SOBRE LA DECEPCION, EL ABURRIMIENTO, LA PENA
Decepcionados y decepcionantes
La historia del hombre que estaba decepcionado por no decepcionar; la diferencia entre tristeza –“donde algo me es rehusado”– y aburrimiento –“donde yo rechazo lo que podría ser un don”–; y también, la recuperación de la palabra “pena”.
Por J. B. PONTALIS *
Me dice que la velada que pasó ayer en lo de unos amigos lo decepcionó. Le pregunto qué esperaba. No sabe bien qué, nada en particular, pero igual está decepcionado.
¿Puede haber decepción sin expectativa, con una expectativa que ignora lo que espera, que espera más u otra cosa, una espera de lo inesperado? De hecho, la velada se desarrolló como podía esperarse: buena comida, conversación entretenida. Una excelente velada, decepcionante. Quizá faltó una mujer que pudiera conmoverlo o palabras que lo enojaran. Este hombre se reprocha a menudo ser demasiado apacible, llevar una existencia en la que no le falta nada. “Mi vida, un éxito en todo sentido.”
Prosigue. Se acuerda de la nota que, en otros tiempos, le pusieron en el boletín: “Excelente alumno, plenamente satisfactorio en todo sentido”. En ese entonces se sentía orgulloso. Hoy, dice, me da asco. Satisfacer a los profesores, a los padres... “¡Cómo pude ser tan dócil, tan sumiso! No tengo ganas de satisfacerlo, de mostrarme como un buen paciente para ser protegido por usted.
–¿Prefiere decepcionarme?
Decepcionar, pero ¿cómo?. Tendría unos doce o trece años. Admiraba a su padre, “el mejor de los hombres, justo, siempre disponible, nunca se enojaba”. Entonces –provocación mediante–, resulta que se dirigió a ese padre y sorpresivamente lo abofeteó. “Lo hice así, sin ningún motivo, pero tenía que hacerlo.” Después de lo cual se echó a llorar bajo la alelada mirada de su padre. El incidente nunca se mencionó. El buen alumno, el buen hijo continuó su camino: “Un éxito en todo sentido” y, esporádicamente, la lacerante decepción de no haber llegado a decepcionar.
En latín, el deceptor es el que engaña (el genio maligno de Descartes). En inglés, to deceive es embaucar, engañar. Engañar la espera del otro. La mujer que se considera perpetuamente decepcionada –en sus amores, en su trabajo– se las arregla para decepcionar. Entonces son los hombres –“Siempre seguros de sí mismos, ¿qué se creen?.”– los que se inquietan: “¿Qué me falta para que siempre busque en otra parte?.”
¿Para no decepcionarse, entonces, no habría que esperar nada? ¿Nacer sin ilusiones para estar seguro de no perderlas? ¿Estar ya, desde el vamos, desencantado? Es lo que a menudo pienso de R., quien nunca olvida que todo es mortal, que toma las cosas como vienen, casi no se indigna y nunca se queja. El que nació desencantado puede encantarse con una insignificancia: el reflejo del cielo en el agua de una laguna, un perro que le hace fiestas y sobre todo, sobre todo, las piernas esbeltas o el nacimiento de los senos de una mujer que cruza por la calle.
Si nuestras madres no fuesen decepcionantes, no recibiríamos nada de lo que, por sorpresa, ofrece la vida.
Falta de gusto
¿La tristeza es sólo una depresión moderada? No hay abatimiento ni caída en la tristeza. Una cuestión de humor, de ánimo: el humor es de bajo estiaje. Ni bueno ni malo. Dedicarse a sus ocupaciones, desocupado.
Horas muertas. Aquellos que odian los domingos, las “fiestas”, las calles vacías, las persianas de los negocios, el cielo plomizo.
La tristeza mata a la imaginación.
Debo confundir la tristeza y el aburrimiento, esas dos formas del rechazo. Cuando estoy triste, es porque algo me es rehusado. Cuando caigo en el aburrimiento (prefiero pensar que se abate sobre mí) soy yo quien rechaza todo lo que podría ser un don.
Taedium vitae, peor que el asco: la falta de gusto por todo. Disfrutar la vida. Saborear: cada uno de nuestros sentidos puede ser órgano de sabor. Paradójicamente, son los pintores de naturalezas muertas los que nos devuelven el sabor efímero de las cosas. Y Vuillard, el de todo lo que nos rodea.¿Puede haber algo más triste que un niño triste? ¿Quién frenó su vitalidad?
Un niño se aburre: dejó de creer en los poderes de la ilusión. Súbitamente deja de jugar. De todos modos, no hará los deberes que exige la escuela. No, nada lo atrae. Prefigura al hombre abatido.
Una gran pena
Una palabra que se usa poco. Creo que nunca la oí salir de la boca de mis pacientes. ¿Demasiado impregnada del tiempo de la infancia? En ese entonces, no confesábamos nuestra pena y hasta podíamos negarla cuando nuestra madre, creyendo intuirnos –a veces se equivocaba y no queríamos que nos consolaran por lo que nos pertenecía como propio– se inclinaba sobre nosotros con solicitud: “¡Oh, cuánta pena!”.
¿Quién se atreve hoy a hablar de pena de amor? Se dice más bien, para atenuar el impacto, “decepción amorosa” cuando no pueden decir –aquellos que creen que las palabras del psicoanálisis son más profundas– “angustia de la separación”, “trabajo de duelo”, “pérdida del objeto”.
Aunque sí, una vez le oí decir la palabra “pena” a un hombre que acababa de ser abandonado sin miramientos por su compañera. Un hombre viejo. Quizá por eso no tenía vergüenza de decir esta palabra venida de la infancia. Cuando le pregunté qué lo impulsaba a venir a verme, su respuesta fue: “Me siento afligido, en pena”.
Nunca olvidé ese en. En la cárcel, con su pena como único compañero de celda. Su pena de niño abandonado –¡que no cuenten con él para gemir!–, su pena de hombre viejo temeroso de ver su vida reducida, como una piel de zapa, y morir solo en este mundo.
* Textos pertenecientes al libro Ventanas, que distribuye en estos días Topía Editorial.