PSICOLOGíA › EMILIO RODRIGUE Y CARLOS PEREZ DIALOGAN SOBRE LITERATURA
Ahorrando unos soles para poder escribir
Por Emilio Rodrigué y Carlos D. Pérez *
Carlos D. Pérez: –¿Qué dirías de tu pasión de escritor-psicoanalista trashumante? ¿O acaso es otra cosa lo que te mueve?
Emilio Rodrigué: –La pasión y la tinta, esa vieja tinta. La pasión en cuerpo presente me visitó hace 15 años, creando campos floridos, pestes y milagros, valles secos y valles fértiles, vomitando o pariendo quilombos insondables, cuyos ecos aún se sienten. Las pasiones peso pesado, te las regalo. Also sprache Emiliustra. Yo creo en lo que llamo deber deseante, motor que motoriza mi escritura. Hablemos del deseo. Oscar Wilde abre los nuevos tiempos al decir: “Cuando los dioses quieren castigar a los hombres, ellos cumplen sus deseos”. Eso vale en la macropolítica: el Muro de Berlín, por ejemplo. Todo deseo es vano, todo deseo es irrealizable. Dicen, con eso no me meto. Lo que digo va más allá del vago deseo lacaniano: los deseos se subliman en el deber. Para mí, la escritura es deber deseante puro. No es trabajo, no es diversión. Tiene algo de misión, como un encargue que apunta hacia el futuro, con algo externo a mí, con algo de pulmotor. Yo me escribo. Retomando la idea de pasión, Carlos, diría que me apasiono con la escritura que es, y cómo, autónoma. La escritura es como la zanahoria de este pobre burro.
C.P.: –No estoy tan seguro de la pobreza del burro, me consta que ha masticado y quizá triturado zanahorias, página a página. Si no entiendo mal, toda escritura es masticación.
E.R.: –Carlos, siempre quise ser escritor. Admiraba Contrapunto de Aldous Huxley y Las palmeras salvajes de William Faulkner. Ser autor de un libro, de una novela, era más que ser actor de Hollywood. Oro olímpico que el viento se llevó. A los 17 años tenía una Lettera portátil y trabajaba traduciendo textos médicos. En ese entonces tuve la idea para un cuento: bonita antropóloga vienesa pierde marido en Machu Picchu (muere en una avalancha) y continúa su trabajo de campo con la ayuda de un joven quichua que la ama secretamente. Hay un intercambio entre ellos: él le enseña quichua y ella alemán. La antropóloga le da su dirección cuando vuelve a Viena. El continúa aprendiendo alemán y ahorrando soles. No le escribe, pero siempre la ama. Pasado mucho tiempo, él compra un pasaje y se manda para Austria. Justo al llegar a la esquina de la casa de la antropóloga, ella sale y viene corriendo hacia él con los brazos abiertos. Lindo cuento. Pero no me salía. Nunca pasé de la primera página. Comenzaba escribiendo: “El sol se ponía detrás del cerro sagrado de Machu Picchu...”, y rasgaba el papel. Segundo intento: “En ese atardecer, el sol caía...”, y rasgaba el papel. Un año alimentado a anfetaminas y café negro amargo. Un impotente bloqueo frente a la página en blanco. Mi ambición de ser escritor era enorme, pero tuve que resignarme a la idea de que nunca sería escritor, no me daba el cuero. Pero luego, pasando por la BBC de Londres, pasando por mi análisis, el quichua enamorado pasó a ser heroína. Yo creo en el texto único.
C.P.: ¿Pero cómo ibas a escribir una novela que comenzara con: “El sol se ponía...” o “En ese atardecer, el sol caía...”, si el protagonista ahorraba soles? Debieras haber aprendido de él: no ahorraste el sol y te insolaste de movida.
* Psicoanalistas, escritores. Fragmento de un diálogo, transcripto por Carlos D. Pérez.