Sábado, 24 de mayo de 2008 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Miriam Páez y Florencia Calcagno Collado *
Hay una novela, pequeña por su tamaño pero grandiosa en su concepción, que lleva por título Crónica de una muerte anunciada. Gabriel García Márquez produce un relato al revés, el final es el principio y viceversa. Hoy podríamos pensar que la trágica muerte de Milagros en un descampado del Gran Buenos Aires y como fruto de un juego de niños es la crónica de una muerte anunciada.
Conocimos a la familia hace más de diez años, a la vera de las vías del ferrocarril Roca, en la estación de Banfield. Desarrollábamos tareas de operadores de calle (acciones socioeducativas de acompañamiento de niñas y niños en situación de calle), en el marco de una ONG de la zona. Allí concurrían cotidianamente con el objeto de conseguir algún dinero que les permitiera apenas sobrevivir. Eran los hijos no queridos de un país pensado para pocos y cuyo record fue constituirse en el mayor productor de población absoluta excedente, según la genial definición de Alcira Argumedo.
Uno puede o tal vez deba preguntarse ¿qué pasó en estos últimos diez años? ¿Qué pasó con aquellas familias como la de Milagros, que se vieron obligadas a aceptar, a naturalizar la muerte de sus hijos? No es el primer niño fallecido en el seno de esta familia. No es la primera vez que los más pequeños toman a su cargo tarea de adultos, ya sea trabajar o sustituir a sus progenitores en la despedida final a un hermanito menor.
Nuestro encuentro con ellos tuvo dos etapas, la primera en Banfield, la segunda como cartoneros y vendedores de diarios a voluntad en la ciudad de Buenos Aires, entonces como operadores en el marco del Programa de Erradicación del Trabajo Infantil del Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes del gobierno porteño. En este segundo momento se desplegaron estrategias que, partiendo de los niños, apuntaban al trabajo con los adultos, para que éstos pudiesen protegerlos y ayudarlos a crecer. A pesar de los esfuerzos de ambas partes, la trayectoria estaba trazada.
La imagen muestra a los hermanitos arrojando tierra sobre el féretro, en una conducta aprendida, naturalizada, casi cotidiana. Como si la muerte fuese el destino natural de sujetos infantiles que se suponía recién asomando a la vida. El personaje de la novela, la otra, la de Gabo, era un ser adulto. Alguien que ya había realizado sus opciones y consciente de los caminos que ellas abrían o cerraban. Milagros no pudo decidir, sus hermanitos tampoco, sus victimarios menos. Nosotros, los adultos, decidimos sobre sus destinos, algo que ellos sólo pueden asumir como algo natural, sin salida. Una trayectoria vital que leída hacia atrás es la crónica de una muerte anunciada.
* Docente y psicóloga, respectivamente. Operadoras de calle.
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