Jueves, 30 de abril de 2009 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Mempo Giardinelli
A la epidemia de dengue la sucede, más amenazante aún, la pandemia de influenza que viene de México. Una por mosquitos, otra por aves o porcinos, las dos con viejas taras argentinas sobrevolando la tragedia. No importa si los enfermos declarados, confirmados o sospechados son 10 mil o 50 mil o muchos más. No importa la guerrita política de una oposición que, sin fuerza ideológica ni moral, sólo busca aprovechamientos electorales en la desdicha de la ciudadanía y en particular de la que está cautiva del abominable sistema mediático que padecemos, frente a cierto oficialismo que también prioriza las elecciones sobre la salud de la población y, como se sabe, ha hecho de la mentira estadística una marca de gestión.
Si uno consigue descartar esa puja, que está a la vista en Charata como en Salta, y en Santa Fe como en el conurbano bonaerense o donde quiera haya ánimos calientes, lo que se ve –y que realmente importa y alarma– es que en la Argentina estamos viviendo pestes que recuerdan a las de la Edad Media. Pestes que empezaban entre los más pobres y se expandían hasta afectar a todos los sectores sociales, como la pavorosa epidemia de fiebre amarilla que mató a medio Buenos Aires en 1871.
Las pestes, se dice, llegan para quedarse. Pero entonces también habría que decir que el ahora famoso mosquito existe entre nosotros desde hace décadas y retorna porque no hubo prevención, como no la hubo frente a muchas otras enfermedades que han retornado. No hace falta ser sanitarista para darse cuenta. El Mal de Chagas sigue siendo el mayor causante de muertes entre el pobrerío argentino, y volvieron también el cólera, la tuberculosis y la fiebre amarilla. Y encima parece evidente que el glifosato y otros venenos amados por “el campo” han quebrado el equilibrio biológico y el autocontrol de la Naturaleza.
Por eso el invierno no será la solución, como no habrá solución definitiva verdadera mientras el oportunismo electoral de Gobierno y oposición continúe en el centro de la escena. Porque la falta de prevención les cupo a todos los gobiernos de por lo menos los últimos cuarenta años: militares, peronistas, radicales, menemistas, aliancistas, duhaldistas y kirchneristas. Todos, sin excepción, permitieron por omisión que estas pestes se instalaran entre nosotros.
Yo me crié en un ambiente, en el Chaco, en el que la fumigación y la prevención eran constantes. El papá de mi más íntimo amigo era un médico que se ocupaba de tener a raya al paludismo, en nombre de lo que entonces era el Ministerio de Salud Pública, con fondos de la OMS. Y también había un centro de investigación chagásica que era modelo en el mundo. Y hasta las mangas de langostas que asolaban los campos (y que ahora también han vuelto) eran contenidas mediante políticas de prevención, fumigación y esclarecimiento permanentes. Quiero decir: era un tiempo en el que los posibles males colectivos eran previstos, investigados, atendidos y combatidos de manera sostenida.
Nada de eso se hizo en los últimos treinta años. Todo se abandonó. Primero los dictadores, después el menemismo y sus patrones neoliberales, TODOS recortaron presupuestos y acabaron con la prevención. Es ésa y no otra, en el contexto de pobreza creciente que ellos mismos desarrollaron, la verdadera razón y origen de estas lacras.
Es urgente terminar de una vez con las causas profundas de estas enfermedades que son típicas de la pobreza y la miseria, reorganizando la prevención sostenida y permanente como política de Estado que atienda los múltiples aspectos sanitarios, educativos y sociales, pero sobre todo iniciando la urgente obra de acabar con la pobreza infame que ofende a la Argentina moderna y que insólitamente no es preocupación principal ni del Gobierno ni de la oposición.
Se trata de terminar con la mentira de que no son enfermedades de la pobreza. Sí lo son. Como sucede con todas las epidemias que en el mundo han sido: empiezan por los eslabones más débiles hasta que llegan a lo más alto de la cadena social. Por eso hay que descacharrar, claro, pero entonces hay que terminar con los desarmaderos y el negocio de casi todas las policías. Hay que evitar que se junte agua, por supuesto, pero entonces hay que disponer que este país tenga agua corriente y cloacas para todos. Hay que poner alambre tejido en puertas y ventanas, pero primero hay que tener viviendas dignas y no casillas o taperas que ofenden a la especie humana.
Pero de esto casi no se habla, y los multimedios insisten en recurrir a cualquier astucia que fomente la desazón de las atemorizadas y siempre manipulables clases medias. La solución verdadera sería que todos –Gobierno, oposición y medios– aunaran esfuerzos en pos del superior objetivo de la salud de toda la población. Pero para eso hace falta grandeza. Y vaya que escasea.
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