Miércoles, 17 de marzo de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Norma Giarracca *
Sandra Juárez tenía 33 años, era santiagueña y madre de niños pequeños; defendía desde hace semanas su tierra del avance de los inversores que arrinconan campesinos y comunidades indígenas en la Argentina. Sandra el domingo en su provincia natal, como antes Javier Chocobar en Tucumán, perdió su vida defendiendo los derechos sobre su tierra. A Chocobar lo mató la represión privada y Sandra muere de un ataque cardíaco en momentos de enfrentamientos duros cuando todo está en juego. Ambos son víctimas de la prepotencia del poder económico con la complicidad de quienes tienen un mandato popular para jerarquizar las vidas por sobre las propiedades como marcan los derechos humanos. Ambos arrinconados, ambos abandonados por un estado de derecho que si bien incluye legislación que los protege de los apetitos de los nuevos inversores, se esfuerza por esquivarla. Ambos en momentos paradójicos. Don Javier, diaguita, el 12 de octubre; Sandra a pocos días de que muchos homenajeábamos ese 8 de marzo de las mujeres luchadoras.
Los pueblos indígenas tienen a su favor leyes nacionales, provinciales e internacionales mientras los campesinos tienen que lidiar con el derecho privado que rige en relación con la tierra para el conjunto heterogéneo y diverso de los agricultores. Sólo tienen a su favor algunos artículos del Código Civil y se enfrentan a una Justicia provincial que con frecuencia (como lo demuestran sólidos trabajos de investigación) los considera “intrusos o usurpadores”, negando y desconociendo el derecho de usucapión que los ampara. Estos campesinos tienen muy pocos recursos legales a su favor frente a poderes judiciales formados por profesionales “modernizadores” que ven en ellos la marca y responsabilidad del “atraso” provincial y en los nuevos inversores, “la modernización” tan esperada. En este 2010, que las Naciones Unidas declaró Año de la Biodiversidad, muy pocos reconocen a los sectores campesinos como quienes más la han resguardado. Si bien no pueden lograr con sus producciones ingresos capaces de una vida digna, la responsabilidad no reside en ellos sino en funcionarios incapaces de generar políticas de apoyo a la pequeña propiedad campesina (como por ejemplo lo hacen Brasil o la Unión Europea); todo lo contrario, contribuyen a asfixiarla para poner esas tierras a disposición de inversores que hacen uso extractivo de las mismas devastando la biodiversidad, suelos y malgastando el agua escasa.
Estas situaciones de arrinconamiento de las poblaciones que defienden sus recursos naturales –tierra, agua, cerros amenazados por la minería– se han multiplicado en estos últimos meses en provincias con una baja densidad democrática. En efecto, las represiones con fuerzas provinciales corrientes o especiales (GEOP en Neuquén y Kuntur en Catamarca); con “parapoliciales” que queman casas o de-sarman radios comunitarias, así como grupos de “guardias blancas” de inversores privados deben causar alarma a quienes defienden los derechos humanos y a todos los ciudadanos dignos y con memoria.
La propuesta es mantener “voces de alerta” e impedir con dispositivos legales y democráticos que estas situaciones se repitan; poner en conocimiento de los responsables que las poblaciones no están solas en situaciones “invisibilizadas”; que estamos transitando gobiernos democráticos donde prevalece el estado de derecho así como el respeto a los derechos humanos, que son los que jerarquizan en situaciones de “colisión de derechos”. El derecho a la vida, al trabajo, a la tierra y vida indígena (y hay que lograr también las campesinas) están por sobre cualquier otro derecho que los colisione. Y a estos derechos hay que sumar los ambientales que, recordemos, son los que habilitan la vida de todos nosotros en momentos de graves transformaciones y hostilidades climáticas.
* Socióloga. Instituto Gino Germani, UBA.
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