Viernes, 24 de febrero de 2012 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Guillermo Levy *
Este era el grito que se escuchaba habitualmente a fines de los ochenta cada vez que un tren no funcionaba, llegaba tarde o había un paro. También se podía escuchar cuando no funcionaba un teléfono público, sobre todo en los últimos días de Alfonsín y los primeros de Menem.
El clima de guerra contra la intervención estatal en la economía y contra el Estado mismo –acusado de todos los males del país en esos años– fue incluso agravado intencionalmente en el caso de los trenes y los teléfonos, con intervenciones puestas por el gobierno de Menem que ayudaron a profundizar el clima anti estatal, deteriorando adrede el servicio. Deterioro útil a la hora de garantizar el mayor negocio posible a los privados que se iban a quedar, más de veinte años atrás, con nuestros teléfonos y nuestros trenes.
Estos gritos se acallaron con las privatizaciones. Los medios no preguntaron más y los ciudadanos de a pie, en gran parte, le dieron crédito a un modelo que, en el caso de los ferrocarriles, fue sin duda uno de los más siniestros de los realizados en los noventa.
“Ramal que para, ramal que cierra.” Una célebre frase dicha por el presidente de la Nación de ese entonces que debería llevarnos a reflexionar con qué seriedad se tomaba la discusión de una política ferroviaria para el país aquel gobierno. Se cerraron decenas de ramales, muchos pueblos fueron muriendo al perder, entre otras cosas, el único medio eficaz y económico para movilizarse y comerciar.
El esquema que construyó el menemismo para el transporte ferroviario implicó una articulación de un Estado “bobo”, activo para vaciar la empresa, hacerse cargo de despidos, de deudas y cerrar ramales, pero no de cuidar el patrimonio nacional y de garantizar inversiones y servicio, con empresarios mafiosos. Este mismo Estado “bobo”, demonizado por medios, por empresarios y por una parte importante de la población, entregará el manejo de empresas limpias de deuda y sin competencia a empresarios parasitarios que durante años vivieron del subsidio estatal y en el más de los casos casi no realizaron inversiones, dedicándose a ganar en un negocio seguro y subsidiado. Este esquema se completa con un sindicalismo mayoritariamente cómplice y socio y una dirigencia política igual de cómplice y socia.
El kirchnerismo ha avanzado en cosas sustanciales que hacen a la vida política y social de los argentinos, de eso no puede haber dudas. No es necesario enumerar acá cuestiones que van mucho más lejos que la política de derechos humanos y la AUH y que han sido reconocidas por las mayorías populares. Sin embargo, así como otras áreas, este nudo siniestro de negocios a costa de las mayorías y en contra de éstas –posibilitado por la cirugía social de la dictadura, el planchazo de la hiperinflación y la gestión rápida, amoral y efectiva del menemismo– no fue tocado aún.
Desgraciadamente, las tragedias muchas veces son un punto de inflexión en nuestra cultura política. Este es el momento, y no otro, de atacar de raíz este esquema que va más allá de las responsabilidades puntuales en un freno de una formación del tren Sarmiento.
No es momento de politiquería efectista buscando dónde está la responsabilidad gubernamental. Este inmenso dolor de tanta gente exige que sea ahora el tiempo de que el Estado Nacional, como ya lo hizo en otras áreas, intervenga seriamente y no para apaciguar la coyuntura. Hay que transitar por un nuevo modelo de gestión de los ferrocarriles. El Estado, la sociedad civil, los trabajadores tienen que tener el protagonismo central. Hay que replantear seriamente la política ferroviaria del país terminando con este entramado de negocios, cuyos gerentes se convirtieron a partir del miércoles –más allá de fallos judiciales futuros– en asesinos por dolo eventual.
* Docente de la carrera de Sociología (UBA), investigador de la Untref.
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