Jueves, 1 de agosto de 2013 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Florencia Saintout *
Hoy se realizará en la Manzana de las Luces la Jornada Universidad, Ciencia y Territorio en la Década Ganada, convocada por el Ministerio de Educación de la Nación.
Para potenciar la capacidad del conocimiento producido en las universidades como factor de desarrollo e inclusión social, la Subsecretaría de Políticas Universitarias ha convocado a docentes del nivel superior, investigadores, becarios y trabajadores técnicos y profesionales de organismos de ciencia y tecnología a una jornada de debate y trabajo. Es ésta una buena oportunidad para reflexionar sobre el estado de situación del conocimiento científico y la educación en la Argentina.
En este campo, hay un consenso casi absoluto en la comunidad científica y universitaria de estar ante una década ganada no sólo para los académicos, sino para la Argentina. Este es un momento de vitalidad de la ciencia en el país, que se opone a otro, el del largo tiempo neoliberal, que en términos de conocimiento científico tal vez haya tenido un hito fundador en la llamada Noche de los Bastones Largos, hace 47 años, cuando el gobierno de Onganía produjo la primera gran expulsión de intelectuales y científicos de la patria.
Las dictaduras prepararon el terreno para que el gran crimen neoliberal contra la ciencia fuera posible: a la expulsión de los científicos (llamada eufemísticamente fuga de cerebros) se le sumó el achicamiento de los presupuestos para producir conocimiento y para democratizarlo. Mientras todo el sistema educativo se despedazaba, polarizando y fragmentándose al mismo tiempo, a los científicos se los mandaba a lavar los platos. La ciencia se hacía herramienta de mercado. Las universidades se cerraban a los hijos de los trabajadores, pero se abrían al capital más salvaje.
En esta larguísima década perdida para la mayoría se perdía algo más que lo estructural: se perdía un sentido. Un proyecto. Finalmente una pasión. Y digo pasión porque la ciencia en Occidente surge de la mano de una creencia convencida, de una misión: la de oponerse a un poder. A una doxa, para construir una verdad que permita el alumbramiento de un mundo mejor, que algunos llamarían progreso; otros desarrollo (por supuesto con sus grandes hazañas como también con sus monstruos y esclavos a combatir).
Y a la vez la ciencia surge apostando a la construcción de otro poder, el de transformar: decir que no, imaginar lo imposible. También por eso el estatuto de la ciencia moderna apareció ligado a la humanidad.
La ciencia en la larga década neoliberal, sin pasión ni materialidad que la haga posible, se transformó en un fantasma de sí misma, más preocupada por la carrera experta individual y la epistemología del formulario que por su capacidad de fundar otra humanidad.
La década que comenzó en el 2003 se abrió entonces como un momento de reconstrucción vital en dos sentidos. Por un lado, en muy pocos años (diez son pocos cuando se habla de educación y ciencia) se tomaron decisiones que permitieron movimientos estructurales profundos: la sextuplicación del presupuesto educativo (que hoy representa el 6,4 por ciento del PBI); la creación de nueve universidades públicas con el aumento de la matrícula de estudiantes, muchísimos de ellos primera generación de universitarios; la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva; el crecimiento presupuestario, de personal y de becarios en Conicet, como en el INTA, el INTI, la Conea y el Servicio Meteorológico Nacional. El programa Raíces, que ha permitido la repatriación (del verbo volver a la patria) de más de mil científicos. La creación de un primer programa de investigación en ciencias sociales con alcance nacional, el Pisac.
Pero por otro lado, también se reconstruyó un nuevo sentido para la ciencia y el conocimiento, esta vez colectivo. De ello da cuenta la constatación de que un millón de argentina/os decidieron para las vacaciones de sus hijos visitar gratuitamente Tecnópolis, esa gran feria de ciencia de la que no se tiene registro en la historia.
La pregunta de para qué, para quiénes, con quiénes producir conocimiento fue y es revolucionaria en un campo que se había arrasado. La respuesta a esos interrogantes que liga el saber al desarrollo nacional con inclusión se transformó en la base no sólo de la expansión del sistema, sino fundamentalmente en plataforma de calidad.
Hoy estamos ante un crecimiento cuantitativo de la producción de saber en el marco de una transformación cualitativa del mismo. El conocimiento tiene valor social.
La idea de calidad educativa y científica también se transforma. Se desplaza de una mirada tecnocéntrica y meritocrática hacia una donde calidad significa:
- Desarrollo nacional: por ejemplo, que YPF se asocie a las universidades y a Conicet para aportar al potenciamiento de energía.
- Inclusión: que el plan FinES permita que aquellas mujeres que “pararon la olla” en los noventa pero que no terminaron la escuela lo hagan; que la AUH habilite a que los padres compren botas de lluvia para que los pibes lleguen al aula secos.
- Memoria y Justicia: calidad educativa significa que los niños y adolescentes puedan ir a la escuela mientras los represores están presos.
- Finalmente, calidad educativa significa la felicidad del pueblo. Con toda la complejidad y profundidad que esta simple idea implica, y que tal vez por simple sea desdeñada por una cultura ilustrada y elitista que no se escandalizó con la industria de los papers pero que ahora se escandaliza con la ciencia para todos, es decir, para la igualdad.
Y no hay igualdad verdaderamente democrática sin posibilidad de elegir. Luego de tantos años de devastación, los saberes se reconstruyen en una Argentina que ha elegido la ciencia al servicio de su pueblo como una política de Estado.
* Decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP.
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