Domingo, 3 de noviembre de 2013 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Horacio González
Las noches nos suelen exponer a un desequilibrio en nuestras propias imágenes diurnas. A la mañana siguiente luchamos para reconocerlas. Suponemos palparlas y enseguida se evaden. En el Hospital Santo Tomás de Panamá, la pesadilla tiene el crudo realismo de gemidos en la penumbra, que en cualquier momento se tornan aullido. Gritos como garabatos casuales tallados por un preso en la pared. Hay permanentes jadeos, como trasfondo de un temor que parece confidencial.
Estoy en la Sala 14-A del Santo Tomás, junto a otros hombres desvalidos, casi todos hijos de la negritud. La mayoría de los médicos, enfermeras, residentes, tienen ese ascendiente, el viejo brillo fanoniano apagado ya en los cuerpos. El doctor Fernando Gracia, jefe de neurología, afamado, dictamina con rigor y experiencia. Ha sido o es el ministro de Salud de su país. La calma de los grandes médicos hace también al sigiloso pánico de los pacientes. Habiéndome desplomado en el Aeropuerto, lo que iba a ser un vuelo previsible hacia la Argentina se transformó en una internación de urgencia, porque un “rayo misterioso”, para hablar gardelianamente, se había alojado en mi cabeza y eso compondría lo que las enfermeras de la Terminal Aérea llamarían ACV, fatídica sigla, si es que casi todas las de esa índole no lo son. De modo que ambulancia y hospital en vez de avión.
En la guardia del Santo Tomás debo dejar mis pertenencias, llaves, dinero, documentos, los clásicos signos civiles de una identidad que creemos firme, pero es mucho más pasajera en los hospitales que en los aeropuertos. Todo cabe en una bolsita transparente. Una simple tira plástica que ponemos sobre nuestra desnudez. Como todo despojamiento, aun siéndolo en beneficio del despojado, nos exonera súbitamente de lo que creemos imprescriptible. Tienen razón las instituciones: todo documento prescribe.
Una de las noches fui tomado por un gran chucho de frío y llamé a la enfermera de ojos hindúes, descubriendo entonces que no dominaba el habla. Me salían palabras guturales. Después recordé mis tiempos de profesor, donde insistía en la palabra con buenos oropeles. Ni intenté decir la expresión “chucho” por creerla un “argentinismo”. Venía yo de un Congreso de la Lengua. ¿Pero si hubiera sido un vocablo afro-antillano? Nada más adecuado que allí. Un joven médico corre con mi camilla hacia el subsuelo, donde están los equipamientos tomográficos, que en el caso del Hospital Santo Tomás, el santo aristotélico, son los más avanzados en materia de computación. El hospital es público, universitario, popular, rumoroso, rutinario y también desesperante. Los panameños dicen reiteradamente dos cosas; que en nuestro continente son el segundo país en “desarrollo humano” luego de Chile, y que son un “crisol de razas”. Entre nosotros esta expresión ha sido abandonada por no poder ocultar su aspecto de unidad compulsiva o forzada de las vetas culturales heterogéneas. Y hasta lo que escucho, los tecnólogos sociales no han impuesto demasiado en nosotros esa complaciente y oficinesca categoría de desarrollo humano.
Los rasgos de los jóvenes estudiantes residentes y practicantes son jaraneros. A todo momento hablando de sus cosas, desenfadados. En aquel subsuelo, se habían congregado en esa madrugada, muchos de ellos a ver un partido de basquet de dos selecciones: la de las provincias de San Juan y Mendoza. ¿Así volvía hacia mí la Argentina? No había quien hiciera funcionar una poderosa máquina General Electric. Una joven que pasaba rápido hacia el televisor, pregunta “¿pero éste no es un paciente a cabo?”. No conocía la expresión pero imaginé lo peor. El joven médico responde: “No, es de la Sala 14-A”. Fui feliz al escuchar esa definición que me enviaba otra vez al mundo conocido. Allí estaba la confraternidad a la que pertenecía, con aquellos quejidos, con aquellos llagados y baleados. Hombres que lloraban por la noche y murmuraban un léxico ininteligible. Luego le deslicé al médico una opinión que procurase no delatar arrogancia: “¿No es la profesión médica una ética que aspira a un humanismo de urgencia?”. El tenía la respuesta y la dio mientras manipulaba los artefactos. Concordó, un tanto ofendido, y agregó que él se basaba en los ejemplos del doctor Favaloro. Ese apellido me sonó como venido de otro estrato del tiempo, como una lección de extrañeza en la circulación de ideas.
Un grupo de médicos con sus estudiantes forman un inusual espectáculo de enseñanza, entre el taller medieval y el patio filosófico de los griegos. La médica que me tocó a mí, con su actitud efectiva y cáustica, reforzaba su distante belleza como fruto maduro de lejanos ribetes silenciosamente adjuntados, que susurran indigenismo y Africa, a lo largo de un tiempo colonial que se desgrana con dificultad ante las memorias que desean ser más vertiginosas. Castañetea los dedos de repente y un enjambre de estetoscopios aprendices se abalanzan sobre mi pecho. “Arritmia paroxística.” Otra vez hablan los griegos al pie de cualquier cama del universo.
Otra noche, un alerta: “¡Paro! ¡Paro!”. Se organiza la corrida hacia la cama, a dos de distancia de la mía. Los primeros en llegar inician las maniobras de reanimación. Los retrasados siguen con sus bromas y charlas particulares. Parecen distraídos pero son un cortejo atento, la coreografía del dolor que desde siempre ha tolerado un manto de supuesta indiferencia, una mueca carnavalesca. La mañana después la cama tiene su manta prolijamente doblada. Aquel hombre no está más y poco después lo reemplaza otro hombre de similar edad, durmiendo plácidamente en el mismo lugar. Es también un hombre negro.
Había ido yo al Congreso de la Lengua organizado por el Instituto Cervantes de España, con el cual mantenemos distintas diferencias muchos de los que en la Argentina estamos interesados en el tema, siguiendo la tradición de la Generación del ’37, de Arlt, Borges, Masotta y María Elena Walsh. Caballerescos, aun sabiendo, quizá, de las diferencias, los cervantinos se acercaron también al hospital. De un momento a otro había pasado yo del Príncipe de Asturias a la conversación real de un pueblo. Del cóctel a la enfermedad, y una vez más se comprobaba que la verdadera emisión de lenguas sale de lo último antes que de lo primero, aunque interese el contraste. El dolor funda la lengua. Los evangelistas, que pululan por todo el hospital, bendiciendo por doquier con estilo engolado e hiperbólico, han descubierto algo pero, a pesar de su éxito literal, se apresuran en encasillar lo que es necesario decir con fórmulas predeterminadas y estentóreas. Creen fácil decir “adoración”, “lloro ante tus pies”. Los demás intentamos recrear lenguas sin evitar verlas como actos de redención, pero siendo infinitamente pudorosos, imperceptibles. Nos va mal. El evangelismo habla como la televisión y como el hospital –pobre Santo Tomás– y la televisión y el hospital hablan como el evangelismo. Debemos encontrar el lenguaje que no sea el de la Corona ni el de las Espinas. Y escuchar el silencio de nuestro espíritu cuando vemos lo que dicen quienes suponen poseer el ensalmo.
Ya en el Sanatorio Anchorena de Buenos Aires extraño el Santo Tomás y a mis compañeros, delirantes nocturnos. Vuelvo a ser porteño y encuentro solidaridad a cada paso. Las escenas se repiten, estoy en manos expertas, pero no consigo sacar de mi cabeza a Sergio, el joven costarricense evangélico que escuchaba, hasta altas horas de la noche, baladas muy profesionales sobre el seguro encuentro con Dios. No tenía nada para dejarle. Le regalé mis chancletas, que a su vez me había traído Armando, un amigo argentino. Muchas de mis noches allá las pasé conversando con Alejandro Herrera y Jaime Dri. Viejas historias argentinas; Dri, memorioso, vive en Panamá. Al final, salir, se sale. Es más fácil contando con la eficaz simpatía de la embajadora argentina, de la doctora Silvia Kochen, de los tantos amigos que nos trae el destino, de los compañeros de la Biblioteca y de nuestra turbada vida política, y del doctor Juan Carlos “Tano” Biani, un verdadero chamán de las instituciones de la salud argentinas.
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