SOCIEDAD › OPINION

¿Tenía razón Camus?

 Por Horacio González

Leyendo algunas intervenciones relacionadas con el centenario del nacimiento de Albert Camus, aparecen afines resonancias con el actual debate argentino, el más grande que se diera nunca desde el punto de vista ético-político. Es el que usualmente identificamos como el debate sobre los dos demonios. La palabra “demonio” escapa de la frase y cualquier partido que se tome, ya no nace con la marca de un pensamiento sino de un exorcizo. El problema había surgido, pues, carente de palabras adecuadas.

Pero veamos el caso de Camus: su directa intervención en la cuestión argelina –no argentina– a fines de los años ‘50. Estaba específicamente destinada a no justificar “un terror con otro terror”, en no apoyarse en “el crimen del contrario para justificar el propio crimen”. En su juventud argelina, Camus había pasado fugazmente por el Partido Comunista de Argel –entonces promusulmán–, pero nunca abandonando sus propias búsquedas literarias: André Gide, Henri de Montherland, Chateaubriand. Pero el viaje a París y su actividad en el diario de la Resistencia, Combat, le harán ver las cosas de otra manera. “Somos los que al mismo tiempo se niegan a ejercer y a experimentar el terror.” Estas fórmulas ya estaban en aquel célebre periódico de la Resistencia, la memorable hoja donde también campea al espíritu del gran poeta surrealista René Char, que había fijado el punto cardinal de la vida “entre la obsesión de la cosecha y la indiferencia de la historia”.

¿Por qué estar en la Resistencia entonces, tanto el escritor semiclandestino como el poeta capitán de maquis? Simplemente, porque no era posible estar en otro lado. ¿Pero es posible tal ascetismo respecto de la historia y cierto grado de impasibilidad respecto de la crítica intelectual? No sólo Camus no ve allí ningún problema, sino que extrae de allí su moral de combate. Desde muy joven había hablado del “equilibrio solar mediterráneo”, noción que encerraba armonía y tragedia al mismo tiempo, un espacio de sensualidad que representaba una entrega hedónica e inocente, al margen de los cálculos y sinuosidades de la razón dialéctica. ¿Se podía convertir ese dato moral en una estrategia política? En Argelia, Camus apoya un partido moderado, el de un dirigente ya olvidado, Fehrat Abbas, con la esperanza de huir de la alternativa que ofrece el mayoritario Frente de Liberación Nacional, apoyado por la Unión Soviética, por la izquierda francesa, por Sartre y por Fanon. ¿Era posible forjar una nación argelina con un equilibrio entre franceses-argelinos, árabes, bereberes? No se trataba exactamente de un Estado asociado a Francia, sino de una nación –diríamos hoy– multicultural o plurinacional. Quizás hubiera sido la realización de la definición conservadora pero sutil de Renán, una nación que se rehace todos los días con independencia de razones etnográficas, lingüísticas o religiosas.

Quien recuerde el film La batalla de Argelia, con su eficaz contundencia –muestra la violencia de los paracachutes y de los miembros del frente de liberación, pero toma claramente partido por éstos–, podrá experimentar el sentimiento de que hay un fragor y una virulencia histórica que no puede ser cancelada por las advertencias desesperadas de los moralistas. La historia es trágica porque no es posible volver las páginas acontecidas, pero trágicos como Camus, influidos por Kafka, Dostoievski y también por Faulkner, podrían creer que lo trágico no es lo real, sino únicamente la esencia de la vida moral. Precisamente, Pentecorvo, director de aquella película, fue acusado por Cahiers du Cinema y por Serge Daney, un excesivo y excelso crítico de cine, de emplear encuadres falsos y por lo tanto inmorales. Sin duda, es el rasgo de una crítica que hubiera compartido con Camus.

El autor de El extranjero –desde luego, su obra maestra, como lo es el famoso comentario sobre ella de Sartre, cuando aún eran amigos–, nunca habló de dos demonios y se munió de fórmulas socráticas de la época gaullista de Combat: ni víctimas ni verdugos. Era un mensaje a los nazis, al ejército alemán. No obstante, es dudoso que Camus no hubiese sentido la urgencia de postular un desequilibrio, una asimetría en el caso argentino, en caso de haberlo conocido. Ese “ni-ni” no le hubiera servido para dar cuenta de una situación que inhibía ontológicamente para hablar de “dos demonios”, pues no le hubiera sido difícil desentrañar la naturaleza infrahumana, la soberanía de perversión que poseía el planificado escarmiento estatal. La prueba de la insuficiencia de pensar que “uno se apoyaba en el crimen del otro” la obtenemos cuando se sigue la actuación de Ernesto Sabato, que aplica de forma sumaria las tesis de Camus a la Argentina. Quiero aclarar que no debemos solazarnos con eso. Sabato le debía mucho a Camus (la publicación de El túnel en Gallimard y de alguna manera el intento de un estilo) y sus denuncias de las torturas de la Revolución Libertadora, cuentan y mucho para la memoria nacional, siendo que el “Nunca Más” posee la validez estremecedora que el “camusismo” de su prólogo no pretende ni consigue quitarle.

Pero el modelo de exonerar simultáneamente los “polos complementarios”, la apócrifa estructura moral proporcional de los fenómenos de violencia, no podía trasladarse a las decisiones y órdenes de exterminio del Estado, vistas tan solo como cruel contrapeso de la supuesta crueldad inversa. Había en esos enfrentamientos, descontando todo lo que en cualquier enfrentamiento opera como excepcionalmente degradante, un hilo de eticidad singularmente diferenciador. Si lo humano no es capaz de ver sus rostros diferenciadores en ocasión de los abismos últimos de violencia, entonces no hay “lo humano”. Camus no llegó a percibir esta situación, y por temor a una nueva “Unión Soviética” en el norte de Africa, pensó que su país, Argelia, podía ser una “Suiza franco-árabe”. En ese caso tenía razón Sartre apoyando a los rebeldes argelinos en vez de formular lo que Camus había llamado “el hombre rebelde”, concepto sin duda sugestivo, de índole libertaria, pero despojado de robustez histórica. Al final, los rumbos de Argelia siguieron itinerarios bien apartados de los querían tanto Camus, como Sartre y Fanon.

En este aniversario de Camus, hay quienes prefieren irónicamente recordar su gira latinoamericana en 1949: felicidad en el Brasil de Gaspar Dutra. Allí, un “Nuevo Orán”. Es recibido festivamente por el surrealista tropicalista Oswald de Andrade. Pero en la Argentina, refugiado en la casa de Victoria Ocampo, sus discursos son exigidos por algunos aturdidos funcionarios culturales del peronismo para una vista previa de aprobación. Un malentendido; no cualquiera. El malentendido profundo que rige absorto la vida nacional. Perón ese año condena a La náusea, de Sartre, en su discurso del Teatro Independencia de Mendoza. Fueron luego los sartreanos argentinos quienes vieron, en la caída del peronismo, la potencialidad del “hecho maldito”; sin duda la palabra resistencia que se adoptaría tenía el aire de los partisanos franceses y, a la vez, sin saberlo, capas enteras del funcionariado peronista de la época hubieran aceptado el pensamiento de Camus antes que el de Sartre.

Albert Camus nunca cometió el desliz o el error del antiintelectualismo. Pero con sus ejercicios de pesimismo vitalista ensayó ser un tipo de intelectual donde la historia ofreciera más sensualidad que “razón analítica”. Raro, y a su manera, extremo. Ya lo había visto Sartre cuando identificó esa razón analítica en el formidable fraseo de El extranjero. Allí Camus, sin saberlo acompañaba el modo de estudio de los mitos de Lévi-Strauss. En ambos casos, Brasil de por medio. Camus no tenía razón, pero su forma de no tenerla aún nos interesa.

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