SOCIEDAD › EL CHICO QUE LOGRO ESCAPAR DESPUES DE DOS MESES DE ESCLAVITUD
Una víctima del hombre de la bolsa
Gerardo estaba cautivo a cinco cuadras de su casa. Un ex convicto lo había capturado, lo obligaba a trabajar clasificando residuos, lo tenía atado o lo ocultaba en una bolsa. Ayer aprovechó una distracción del captor y escapó.
“Lo tenían encerrado dentro de una bolsa”, decía ayer después de las cinco de la tarde Carmen Flores, la madre de Gerardo, el chico de diez años que casi por un milagro apareció con vida después de escaparse de las manos del hombre que lo esclavizó durante más de sesenta días, en una casa de El Talar de Pacheco, en el partido de Tigre. Durante ese tiempo los padres lo buscaron hasta en las morgues, cada vez que aparecía la noticia de un chico muerto. Cuando ayer recorrían la Villa 31 de Retiro con su foto, Gerardo ganaba la calle y corría a la casa de sus abuelos. Estuvo atado o guardado en una bolsa de arpillera cuando quien lo tenía cautivo no estaba o se iba a dormir. El resto del tiempo lo obligó a trabajar. Para quienes se dedican a la búsqueda o recuperación de niños perdidos o secuestrados, la de Gerardo es una historia única: “La leyenda urbana del hombre de la bolsa –dicen–, pero real”.
“Llegó a casa asustado, flaquito, sucio, con los pelos parados y la misma ropa con la que se había ido: un bucito gris con unos dibujos de Mickey y una jirafa, toda la ropa sucia.” Mirta es la tía de Gerardo. Una de las habitantes de la casa multifamiliar que los Flores ocupan en la calle Elizalde al 2500, en uno de los barrios obreros de El Talar de Pacheco. Era una de los dos adultos que al mediodía vieron aparecer en la puerta de la casa a un fantasma, el sobrino que habían buscado revolviendo hasta la basura desde el 8 de junio pasado, cuando se fue a dar una vuelta en bicicleta, y desapareció.
Recién ayer su familia supo que el paseo duró muy poco. A cinco cuadras de su casa, Gerardo pasó por la esquina del galpón de un vecino del barrio, un tipo conocido y conversador. Jorge Alcaraz, de 38 años, hacía cuatro que había salido de la cárcel de Olmos después de una condena a cinco años por un robo calificado. Se ganaba la vida recogiendo basura en la calle que después separaba y revendía, a veces con la ayuda de otros o –como en este caso– con mano de obra esclava. Cuando Gerardo pasó con su bici por ahí, él estaba en la puerta con unas maderas en las manos:
–¿Me ayudás con esta madera? –le preguntó, y aunque Gerardo le respondió que no podía porque tenía que volver a su casa, lo metió en el galpón, bajo amenazas. Desde ese día, la bicicleta de Gerardo estuvo guardada y escondida atrás de una tapia. A la noche, Alcaraz lo ataba a una cama, a veces con una soga, otras con cinta de embalar o con cables. Cuando salía, lo encerraba en una bolsa de arpillera plástica, de gran resistencia, de las que normalmente se usan para embalar arena o escombros. Antes de irse, le dejaba una botella de agua cerca para que Gerardo no se deshidrate.
“Me hacía trabajar”, contó el chico ayer, frente a alguno de los periodistas que alcanzó al viejo Renault 6 de los Flores cuando salían de la comisaría de El Talar. “Me hacía limpiar cables o plásticos”, explicó. Pero además hacía el trabajo de un peón, pero obligado. Si había que separar papeles, pelar cables o limpiar plásticos, lo hacía. Si Gerardo quería gritar para pedir auxilio no podía. Aunque cuando estaba solo no se lo impedía, nadie escuchaba sus gritos. El galpón donde vivía es un pedazo de una fábrica abandonada, y al lado funciona una metalúrgica durante todo el día. “Sus gritos –dice el comisario Ricardo Jurado, de El Talar– no se escuchaban.”
Adelgazó, como cuenta su tía. El 22 de junio pasó su cumpleaños dentro de esa cárcel. Comía poco porque le daban poca comida. Cuando Alcaraz recibía gente o invitados en el galpón, ponía a Gerardo atrás de una tapia, tapado con las arpilleras como a la bicicleta o adentro de una bolsa. Amenazado para que no hablase. En la casa guardaba dos pistolas, una calibre 38. Un día, una de las balas le rozó el cuello a Gerardo, que aún tiene la marca. Así pasaron cada uno de los días de estos últimos dos meses. Así, hasta el jueves a la mañana.
Alcaraz estaba dormido. Gerardo se desató. Saltó una de las paredes y corrió cinco cuadras sin parar. Pasó delante de la casa de un vecino, uno de los hombres que, como todo el barrio, había estado buscándolo durante todo el cautiverio. El vecino no lo reconoció. Entró derecho a la casa de su abuelo, el abuelo tampoco lo reconoció enseguida. Gerardo estaba asustado, tal como lo encontró la tía que en ese momento salió a agarrarlo.
Carmen y Ricardo, sus padres, estaban en la Villa 31 de Retiro con una foto de Gerardo en las manos. Mientras recorrían el barrio se la mostraban a los vecinos, pedían noticias, como hicieron durante este tiempo. De pronto se la enseñaron a una mujer: “No –contó Carmen–, ¡ya apareció! ¡lo están pasando en la televisión!”, les dijo la mujer. Ellos dos remontaron el camino de vuelta, Gerardo salió en un patrullero con la policía. “Como estaba tan cerca del lugar, los agentes lo llevaron hasta el galpón que el chico les señaló”, explicó el comisario Jurado. Alcaraz estaba despierto, a unos metros de la puerta de entrada. Se había dado cuenta de que Gerardo no estaba y lo buscaba en la calle. El patrullero paró. El se metió adentro, pero lo capturaron. Ahora está detenido acusado por presunta “privación ilegal de la libertad calificada”.
Dicen que Gerardo quería la bicicleta. Por eso volvía. Y que eso fue lo único malo de todo lo que le había pasado: “Lo único –le dijo a su tía– fue que tuve que dejarle la bici”.
La red solidaria, la organización Missing Children, la escuela de Gerardo, la comisaría de El Talar, los vecinos fueron los que trabajaron durante los dos meses en la búsqueda. “Anduvimos por los trenes, en las vías, en las morgues: siempre pensando lo peor”, le contó anoche el comisario Jurado a este diario. En el barrio formaron una comisión especial sólo para recuperarlo, y a las fuerzas de seguridad se sumó hasta la Caballería. Habían pasado cientos de veces por la esquina donde vivía el hombre de la bolsa. No imaginaron que allí existía un infierno.