SOCIEDAD › OPINION

Fumo y consumo

 Por Juan Sasturain

Tener cualquier cosa –ideas, dinero, comida, amor, odio, libros, vino– para usar/consumir y compartir suele ser mucho más saludable que tenerlas para guardar o vender. Pensando así no se construyen imperios ni se fundan bancos; no se acumula poder, en suma. Pero se vive. Porque el que no consume ni comparte es consumido, es vivido por la vida en lugar de vivirla, que de eso se trata. Si al final todo es humo, elijamos qué es lo que vale la pena quemar.

Cuando yo era chico, a mediados de los cincuenta, se puso de moda y fue muy popular un tango que cantaba el santiagueño Argentino Ledesma con la veloz y previsible orquesta de Héctor Varela: “Fumando espero”. Tuvo tres o cuatro grabaciones en un año. Cualquiera puede tararearlo hoy y hay versos que resultaron inolvidables no por buenos sino por lo pegadizos o pegajosos: “Fumando espero/a la que tanto quiero”; “Dame el humo de tu boca/dame, que mi pasión provoca”; “Fumar es un placer/genial, sensual”... y otras atrocidades. Hay numerosos versiones en joda, con oportunos y chuscos cambios de letra. El rasgo más llamativo del tango estaba en que el cigarrillo parecía tener fabulosas propiedades afrodisíacas: “Corre, que quiero enloquecer/de placer/sintiendo ese calor/del humo embriagador/ que acaba por prender/la llama ardiente del amor”, terminaba a toda orquesta. Qué bárbaro... Ni en “Nubes de humo” (“Fume, compadre...”) ni en “Tabaco” (“Y mientras fumo/forma el humo/tu figura...”) las cosas se acaloraban tanto, las pitadas rimaban mucho más con la melancolía. Yo era chico y no fumaba: ¿sería para tanto?

Pero es que ahí, en esa letra, había gato (o humo) encerrado. No hace mucho supe de qué se trataba. Cuentan los que saben, los de El Club del Tango, en Internet, que el tema es viejo, de 1922, y made in Spain como el espantoso “La cieguita”, al que sólo se le animó el Zorzal. Lo compuso el catalán Joan Viladomat con letra de un tal Félix Garzo para la pieza La Nueva España, estrenada en un teatro de varieté de Barcelona e importada a fines de los veinte. Y –primer dato– la letra original la dice una mujer: “Fumando espero, al hombre que yo quiero –cantaba la atorranta de Rosita Quiroga en 1927– tendida en mi chaise longue”. Y –segundo dato– la mina espera no fumando tabaco, precisamente. La segunda parte, que no se suele cantar, comienza: “Mi egipcio es especial,/qué olor, señor...” y explicita: “La hora de inquietud/con él (el cigarro)/no es cruel./Sus espirales/son sueños celestiales...” Y así alevosamente.

Con la primera versión para hombre, la de Ignacio Corsini del mismo año, empezaban las ambigüedades. Todavía persiste la chaise longue que devendrá prosaico “sofá” según Ledesma, pero al desaparecer las referencias más explícitas a qué es lo que se fuma, el sentido se hace

literalmente humo... Como en el caso de “Los dopados” de Cobián y Cadícamo (“rara, como encendida”, el “eléctrico ardor” de los ojos) devenido de prepo “Los mareados”, la mojigatería no le ha hecho bien al tango. La salud por decreto –la opción por el tabaco y el alcohol en lugar del porro y la cocaína– produce incoherencias de sentido. Cosa de drogados.

Pero no sólo eso. Hay fenómenos extraños. En “Fumando espero”, los imperativos de la rima (un sino tanguero que ha hecho aparejar “estrellas” con “querellas” y “acera” con “tapera”) terminan proponiendo, en audaz interpretación, una defensa cuasi filosófica de los efectos de la droga. Así dice la letra: “Y mientras fumo/mi vida no consumo/porque, flotando, el humo/me suele adormecer”. Es decir: “fumo” y “consumo” verbalizados y unidos para sostener los valores del ensueño como neutralización, suspensión del tiempo. La verdad, para ser un engendro, un vulgar tango de consumo, bastante tenía que decir al respecto.

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